El tiempo sagrado (Jaime Cobreros. Enero, 2006).
Dentro del cristianismo el prototipo de figuración sagrada es el icono bizantino y en gran manera también sus sucesores del Monte Athos, Santa Catalina del Sinaí, Rusia, Bulgaria, Grecia, etc. La sacralidad del icono es tan patente para la Iglesia Ortodoxa que confiere al mismo un tratamiento casi semejante al de un sacramento.
Se ha llamado al icono lugar de encuentro y ventana a la eternidad. Nada más acertado. La mirada dirigida a un icono siempre es respondida por el representado en el mismo. De modo que entre Dios, la Virgen o el santo y el hombre se establece un hilo de comunicación en ambos sentidos por el que uno va conociendo al Otro y éste conoce el corazón (símbolo del espíritu o intelecto puro) de quien lo contempla. Se crea así un espacio concreto (de unos pocos centímetros o metros) y un tiempo atemporal mientras se mantiene esta comunicación compartida. Esta atemporalidad, experimentada aunque sea por breve espacio de tiempo, no es sino asomarse a la eternidad, a la ausencia de tiempo.
El icono es fundamentalmente una presencia. Presentifica a quien representa, haciéndonos percibir su existencia real, y con su presencia su influencia. De ahí su consideración cuasi sacramental. El observador no es algo exterior a lo representado sino que el observador, sin darse cuenta, se siente integrado y partícipe del universo que se despliega ante él. No se mira un icono, sino es el icono quien te mira.
Dentro del cristianismo el prototipo de figuración sagrada es el icono bizantino y en gran manera también sus sucesores del Monte Athos, Santa Catalina del Sinaí, Rusia, Bulgaria, Grecia, etc. La sacralidad del icono es tan patente para la Iglesia Ortodoxa que confiere al mismo un tratamiento casi semejante al de un sacramento.
Se ha llamado al icono lugar de encuentro y ventana a la eternidad. Nada más acertado. La mirada dirigida a un icono siempre es respondida por el representado en el mismo. De modo que entre Dios, la Virgen o el santo y el hombre se establece un hilo de comunicación en ambos sentidos por el que uno va conociendo al Otro y éste conoce el corazón (símbolo del espíritu o intelecto puro) de quien lo contempla. Se crea así un espacio concreto (de unos pocos centímetros o metros) y un tiempo atemporal mientras se mantiene esta comunicación compartida. Esta atemporalidad, experimentada aunque sea por breve espacio de tiempo, no es sino asomarse a la eternidad, a la ausencia de tiempo.
El icono es fundamentalmente una presencia. Presentifica a quien representa, haciéndonos percibir su existencia real, y con su presencia su influencia. De ahí su consideración cuasi sacramental. El observador no es algo exterior a lo representado sino que el observador, sin darse cuenta, se siente integrado y partícipe del universo que se despliega ante él. No se mira un icono, sino es el icono quien te mira.