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PINO DE VIDUERNA: Para mis padres, él fue minero y labrador. Ella, madre......

Para mis padres, él fue minero y labrador. Ella, madre...
¡Cuánto tiempo sin demostrarles el cariño que, ya tarde, sentía por ellos!
De pequeño le veía
marcharse de casa
A veces lo hacía
al atardecer y otras,
eran las seis,
al comienzo del alba..
Iba, nos decía la madre,
a ganarse la vida
de tarde o mañana,
según le tocara,
entre el carbón y la mina….
Yo era un niño
de los pocos del pueblo.
Vivía y jugaba feliz
mientras mi padre
con el pasa-montañas,
el gabán y la lámpara,
según en qué tiempo,
se encaminaba a morir,
a la “suya” montaña,
en la bici de hierro
despacio, poco a poco,
tan despacio y tan solo
que nadie se daba cuenta
que el “ir” era de ida
sin retorno ni vuelta
para dejarse en la mina
sin poderla traer
un trozo de su vida
entre noche y amanecer.
Algo más tarde,
cuando era ya guaje,
me di cuenta
que todos los hombres,
mayores o jóvenes,
llevaban marcados,
como si fuera su cruz,
en la cara o en los brazos
o en cualquier otra parte
de aquel cuerpo roto
extraños e iguales tatuajes
de color medio azul
sin distinciones de edades
entre unos y otros.
Caminaban con él,
unos en bici,
otros a pie,
hombres del pueblo,
vestidos de esclavos.
ni negros ni blancos,
parecidos a un teñido
extraño de quita y pon
como el que regala el carbón
cuando deja su huella
mortal en el pulmón.
Yo le esperaba
a la hora de llegar,
de pies sobre el mojón
que separaba la era
del camino vecinal
para verle mejor
subir por la carretera
en su tramo final….
Cien metros de recta,
y los cien cuesta arriba…
los pulmones sin aire,
el cuerpo hecho trizas,
rota su alma y su vida,
cinco hijos, la madre,
la casa, un perro,
diez o doce gallinas,
dos conejos y un gallo,
un gato, cojo y blanco
y otro, sano y negro….
Así era su regreso….
Con la bici en la mano
la mirada perdida
la cara pintada
de aquel raro negro
y a veces de sangre,…
administrando la dosis
pequeña de aire
que la “tal” silicosis
le robaba cada tarde…
El blanco en los ojos,
las manos y labios
marcados de rojo…..
el trago de vino…
recostado en el banco,
el sabor de la pez,….
y toser y toser
para arrancar el gargajo
que el maldito carbón
le dejaba por premio
a su esfuerzo y trabajo.
Mientras esto pasaba,
el hijo y el patrón,
de traje y corbata,
se jugaban el dinero
de los pobres mineros
en la cantina del pueblo
con el viejo alguacil,
el cura, el maestro,
a veces el médico,
y, por si pintaban bastos,
de jugador número cuatro,
estaba la guardia civil.
Otras, cuántas veces,
se sentaba a mi lado,
al calor de la trébede,
ponía “las” sus manos,
sobre las mías
y besaba mi frente
en una especie de rito sagrado
que nunca entendía….
Yo, apretaba las suyas,
las miraba y miraba….
y estaba asombrado.
Eran manos duras,
de color de ceniza
y olor a antracita.
Estaban surcadas
de grietas y heridas
que hacían de su palma
un cruel crucigrama
de líneas extrañas
que marcaban los tiempos
para hoy o mañana….
Las miraba y miraba
y miraba de nuevo…
Alguna que otra vez
miraba hacía el cielo
preguntando el por qué….
Pero siempre encontraba
por respuesta el silencio
mientras mi padre
mesaba una y otra vez
mi frente y cabellos
para decirme entre lágrimas
que sí hay un por qué….
Puso de nuevo
“las” sus manos sobre las mías…
Se iban quedando poco a poco,
como cuando iba a la mina solo,
cada vez más frías…..,
Le besé con cariño
como él había hecho
tantas veces conmigo;
recliné su frente en mi pecho
y quedamos eternamente solos…
No sé cuánto tiempo estuvimos
el uno junto al otro…
Sólo sé que, cuando abrí
los ojos para verle,
cerré los suyos
para siempre
y volví a besar su frente…..
Entonces vi que su alma
volaba en el viento
buscando algún cielo
de cualquier otro azul
donde ya no habría minas,
ni hulla, ni antracita
ni carbón, ni grisú…

Santi Calle