Esta fotografía de un grupo de niños escolares de San Quirce, junto a su maestro, don José, que lo fue durante muchos años hasta convertirse en toda una institución en el pueblo, como bien queda dicho por ahí, me sigue trayendo inumerables recuerdos cada vez que me detengo a mirarla. Son como una especie de música de fondo mientras se me pesa un tiempo tratando de identificar a gente del pueblo con ciertos parecidos.... Tarea más difícil que fácil, ciertamente. Pero si me resulta fácil recordar ciertas escenas escolares, cómo, por ejemplo, aquel maestro, don Jose, nos reunía a todos los niños, a los más pequeños, haciendo un corro con él en medio junto a la pizarra, el encerado situado en un rincón de la escuela, y con el puntero en la mano nos hacía repetir en voz alta, una y otra vez, las tablas de la multiplicación, suma, resta y división... Con el puntero en la mano digo, y que no solo se detenía en la pizarra señalando los respectivos lugares, sino que alguna ocasión también se desviaba, con golpe certero, a los que estando distraídos, no respondian bien, o no prestaban la atención debida a sus explicaciones. Ese era su castigo, así trataba aquel buen maestro al que no le prestaba atención, nunca al que no comprendía lo que él trataba de enseñar, que, con infinita paciencia, repetía una y mil veces. Un buen hombre y buen maestro de su tiempo que enseñaba lo que sabia, y lo que le estaba permitido enseñar.
Pero mi mejor profesor en aquellas operaciones aritméticas, mejor que el maestro si cabe, fue otro niño un poco mayor que yo, se llamaba Nector, con el que me unía algún parentesco. Él fue quien me enseñó a sumar o del que yo aprendí a hacerlo con soltura. Era mi amigo y mi maestro particular.
¡Nector! Siempre le he recordado al largo de mi vida de una manera muy especial, como un niño bueno de verdad. Siempre me emociono cuando pienso en él. Porque así, siendo un niño, se fue para siempre no puediendo vencer a la enfermedad, y su ausencia me dejó un vacío muy grande. Era solo uno niño cuando se murió. Se fue al cielo, decía mi madre, para consolar mi tristeza, mis lágrimas... Su ataúd era blanco y entre las juntas de sus cierras quedaron aprisionadas, asomando al exterior, algunas de las flores colcadas junto a él. Y aquella noche, yo miraba emocionado, con sentimientos de confusión e incertidumbre a la inmensidad de un cielo estrellado, como queriendo buscar un lugar en el que situar al amigo Nector que se fue para siempre...
Pero mi mejor profesor en aquellas operaciones aritméticas, mejor que el maestro si cabe, fue otro niño un poco mayor que yo, se llamaba Nector, con el que me unía algún parentesco. Él fue quien me enseñó a sumar o del que yo aprendí a hacerlo con soltura. Era mi amigo y mi maestro particular.
¡Nector! Siempre le he recordado al largo de mi vida de una manera muy especial, como un niño bueno de verdad. Siempre me emociono cuando pienso en él. Porque así, siendo un niño, se fue para siempre no puediendo vencer a la enfermedad, y su ausencia me dejó un vacío muy grande. Era solo uno niño cuando se murió. Se fue al cielo, decía mi madre, para consolar mi tristeza, mis lágrimas... Su ataúd era blanco y entre las juntas de sus cierras quedaron aprisionadas, asomando al exterior, algunas de las flores colcadas junto a él. Y aquella noche, yo miraba emocionado, con sentimientos de confusión e incertidumbre a la inmensidad de un cielo estrellado, como queriendo buscar un lugar en el que situar al amigo Nector que se fue para siempre...