Aún retengo en la memoria mis primeras visitas a Palencia. Acostumbrada al esmeralda de las cumbres y al perla del cielo encapotado que presenta mi tierra el dorado de las espigas al sol me resultaba cansino y monótono. Fue en esta aparente quietud campestre donde comencé a enamorarme del entorno; tanto, que he acabado siendo una de esos habitantes estivales que aprovechan las visitas para reconstruir con mucho sudor y esfuerzo económico una ruinosa casa de paredes de adobe que los brazos no abarcan. ¡Cuánto trabajo! cuando repaso las fotos del antes y el después me sorprendo del cambio experimentado; pero sin duda lo mejor es el patio y el olor del jazmín en flor al atardecer, es embriagador. Adoro los olores dulzones y envolventes (esos que a nadie le gustan), también tengo lavandas y madreselva en unas de las tapias; prefiero las flores pequeñas y aromáticas a las típicas rosas grandes, coloristas e inodoras. En este marco comer y cenar lo considero un lujo, es donde visiono mi vejez, sin el estrés que acarreo de la ciudad: cuidando el jardín (mi particular paraíso), cultivando la huerta, pedaleando hasta Cabañas o quizás llegando a “la 15”, saboreando un café en el bar, que es el foro del pueblo, donde, en animada tertulia, se comentan las noticias y se siguen las disputas de las partidas; se habla de agricultura y aperos de labranza y se hace un repaso al anecdotario del pueblo (tengo llorado de risa con alguna de esas historias).
En este ambiente rural los días son tranquilos y placenteros, transcurren sin prisa pero la noche llega sin que te des cuenta. Noches increíbles… en las que la luna colma con su luz los campos ya cosechados, una fresca brisa disipa de la piel el abrasador calor diurno y arranca de la tierra el olor a trigo recién cortado; el silencio únicamente es interrumpido por el ulular de alguna lechuza solitaria. La mirada se alza al cielo para localizar las estrellas fugaces que atraviesan la Vía Láctea. La noche castellana acalla las voces internas, adormece la razón, evoca a los enamorados y provoca a los amantes.
Desde el amanecer hasta el ocaso cuan diferente es el quehacer diario al que sobre llevamos en las capitales, es una vida sencilla, que no austera, llena de pequeños detalles que enriquecen el alma y sosiegan el espíritu acelerado de las urbes.
¿Conoces a tus vecinos del edificio en el que vives? Aquí nos saludamos aunque no sepamos nombrar al viandante, aquí puedes dejar a tus hijos jugar en la calle hasta el atardecer con la tranquilidad de que van a ser custodiados por todo un pueblo y aquí te cobijan y te ayudan sin mediar un vínculo de sangre.
También existen fricciones, secretos a voces que todo el mundo conoce pero que nadie osa contar y rencillas que se pierden en el tiempo, sí, porque los sentimientos afloran y no se tratan de ocultar, nos amamos o nos odiamos, no hay cabida para la indiferencia.
En Santillana hay luz, hay silencio, hay pájaros vespertinos… hay vida.
En este ambiente rural los días son tranquilos y placenteros, transcurren sin prisa pero la noche llega sin que te des cuenta. Noches increíbles… en las que la luna colma con su luz los campos ya cosechados, una fresca brisa disipa de la piel el abrasador calor diurno y arranca de la tierra el olor a trigo recién cortado; el silencio únicamente es interrumpido por el ulular de alguna lechuza solitaria. La mirada se alza al cielo para localizar las estrellas fugaces que atraviesan la Vía Láctea. La noche castellana acalla las voces internas, adormece la razón, evoca a los enamorados y provoca a los amantes.
Desde el amanecer hasta el ocaso cuan diferente es el quehacer diario al que sobre llevamos en las capitales, es una vida sencilla, que no austera, llena de pequeños detalles que enriquecen el alma y sosiegan el espíritu acelerado de las urbes.
¿Conoces a tus vecinos del edificio en el que vives? Aquí nos saludamos aunque no sepamos nombrar al viandante, aquí puedes dejar a tus hijos jugar en la calle hasta el atardecer con la tranquilidad de que van a ser custodiados por todo un pueblo y aquí te cobijan y te ayudan sin mediar un vínculo de sangre.
También existen fricciones, secretos a voces que todo el mundo conoce pero que nadie osa contar y rencillas que se pierden en el tiempo, sí, porque los sentimientos afloran y no se tratan de ocultar, nos amamos o nos odiamos, no hay cabida para la indiferencia.
En Santillana hay luz, hay silencio, hay pájaros vespertinos… hay vida.
Meriyu, soy un recien llegado a este foro. Nacido en Santillana en los años 50, abandoné el pueblo a los 10 años, cuando muchos niños de entonces fuimos a la Universidad de los pobres, que no era otra que los colegios de curas y monjas. Me arrancaron de ese pueblo en el que nací, esto también es un pequeño trauma, ahora uno lo ve así. La vida urbana es distinta. Uno ha vivido con la ciudad una relación de conveniencia, a veces la maternidad biológica y la adotiva presentan serias diferencias. Me gusta tu poesia cuando hablas de Santillana, MI PUEBLO. Canté durante muchos años la vida de los pueblos. Por tus versos parece que no estaba equivocado. Disfruta de ese pueblo, de su luz, de su sislencio. Salud. JULIAN.