El momento mágico de la vendimia, en plan familiar y hasta artesanal casi, si se quiere, en aquellos años de nuestra mocedad e incluso niñez, en cualquiera de nuestros pueblos, pudiera tener el siguiente relato genérico, más o menos extendido y con pequeñas variaciones de una a otra localidad…
Y es que llegaba mediados de octubre, o quizás antes, en torno al día 12 más en concreto, dependiendo de años, claro; y el pueblo se revolucionaba un tanto con motivo de la vendimia. Se preparaban anticipadamente los útiles y, subidos en el carro, chavales incluidos, que lo gozábamos de verdad, nos dirigíamos hasta la viña (majuelo en otros lugares). Allí, inclinados en torno a la cepa (pues éstas estaban a ras de suelo) y pertrechados del oportuno utensilio al efecto, se cortaban los racimos uno a uno y se depositaban en pequeños cestos de mimbre; los cuales, una vez llenos de uvas se descargaban en otros recipientes mucho más grandes, sobre todo en altura, eran los famosos cuévanos, que se encontraban sobre el carro. Repletos ya de uvas estos últimos, se transportaban en el carro hasta el lagar. Y, ¡cómo no!, a los chavales nos gustaba seguir subidos sobre el carro en este camino hasta el pueblo.
Una vez todas las uvas en el lagar, llegaba el momento mágico del pisado de las mismas, cosa que realizaban los adultos de la casa, para que, prácticamente a continuación, comenzase a salir por un extremo del lagar el primer mosto de la temporada; que pasaría seguidamente a depositarse en las famosas cubas, toneles o carrales –denominación en concreto que dependía del lugar- para, una vez allí, esperar el tiempo adecuado para que se produjese otro momento mágico del proceso, su fermentación y posterior transformación en vino, andando el tiempo, obteniéndose al final el famoso “vino de cosecha” “para pasar el año”...
Y a los chavales, que andábamos siempre revoloteando en todos los sitios, nos gustaba también que nos diesen a probar ese primer mosto, seguro que por su especial dulzor. De todo lo cual, guardábamos un perfecto recuerdo para el año siguiente.
Pero el proceso total de los racimos de uvas no acababa ahí, sino que los restos que aún quedaban en el lagar –los llamados rampojos (raspajos o escobajos) de las uvas-, se entregaban a una fábrica especializada en este posterior proceso, que radicaba en la localidad palentina de Lantadilla, que aún existe, para la obtención del famoso orujo. El cual, en los meses de verano y en concreto en los momentos del acarreo madrugador, por ejemplo, servía para que, muchos de nuestros agricultores y trabajadores del campo, tomasen su pequeño chupito tratando de calentar sus estómagos, antes de salir hacia el campo, a unas horas tan intempestivas de la madrugada, como eran las 3 ó las 4 de la mañana.
Como veis, hemos comenzado hablando de uvas y vendimia, y hemos terminado hablando de orujo y acarreo madrugador…, todo un largo proceso que la memoria nos ha querido traer al presente en estas fechas.
Saludos. Javier.
Y es que llegaba mediados de octubre, o quizás antes, en torno al día 12 más en concreto, dependiendo de años, claro; y el pueblo se revolucionaba un tanto con motivo de la vendimia. Se preparaban anticipadamente los útiles y, subidos en el carro, chavales incluidos, que lo gozábamos de verdad, nos dirigíamos hasta la viña (majuelo en otros lugares). Allí, inclinados en torno a la cepa (pues éstas estaban a ras de suelo) y pertrechados del oportuno utensilio al efecto, se cortaban los racimos uno a uno y se depositaban en pequeños cestos de mimbre; los cuales, una vez llenos de uvas se descargaban en otros recipientes mucho más grandes, sobre todo en altura, eran los famosos cuévanos, que se encontraban sobre el carro. Repletos ya de uvas estos últimos, se transportaban en el carro hasta el lagar. Y, ¡cómo no!, a los chavales nos gustaba seguir subidos sobre el carro en este camino hasta el pueblo.
Una vez todas las uvas en el lagar, llegaba el momento mágico del pisado de las mismas, cosa que realizaban los adultos de la casa, para que, prácticamente a continuación, comenzase a salir por un extremo del lagar el primer mosto de la temporada; que pasaría seguidamente a depositarse en las famosas cubas, toneles o carrales –denominación en concreto que dependía del lugar- para, una vez allí, esperar el tiempo adecuado para que se produjese otro momento mágico del proceso, su fermentación y posterior transformación en vino, andando el tiempo, obteniéndose al final el famoso “vino de cosecha” “para pasar el año”...
Y a los chavales, que andábamos siempre revoloteando en todos los sitios, nos gustaba también que nos diesen a probar ese primer mosto, seguro que por su especial dulzor. De todo lo cual, guardábamos un perfecto recuerdo para el año siguiente.
Pero el proceso total de los racimos de uvas no acababa ahí, sino que los restos que aún quedaban en el lagar –los llamados rampojos (raspajos o escobajos) de las uvas-, se entregaban a una fábrica especializada en este posterior proceso, que radicaba en la localidad palentina de Lantadilla, que aún existe, para la obtención del famoso orujo. El cual, en los meses de verano y en concreto en los momentos del acarreo madrugador, por ejemplo, servía para que, muchos de nuestros agricultores y trabajadores del campo, tomasen su pequeño chupito tratando de calentar sus estómagos, antes de salir hacia el campo, a unas horas tan intempestivas de la madrugada, como eran las 3 ó las 4 de la mañana.
Como veis, hemos comenzado hablando de uvas y vendimia, y hemos terminado hablando de orujo y acarreo madrugador…, todo un largo proceso que la memoria nos ha querido traer al presente en estas fechas.
Saludos. Javier.