
Quieres colgar un cuadro. El clavo lo tienes, pero te falta un martillo. El vecino tiene uno. Así pues, decides pedir al vecino que te preste el martillo. Pero te asalta una duda: ¿Qué? ¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto, y él tiene algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se le habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo. Así saliste precipitado a casa de tu vecino, llamaste a la puerta y, cuando tu vecino te abre la puerta, sin darle los buenos días ni tiempo a que te los dé él a ti, le gritas furioso: «¡Quédate con tu martillo, so burro!».