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ALDEANUEVA DE FIGUEROA: YO TAMBIÉN FUI NIÑO (1)...

YO TAMBIÉN FUI NIÑO (1)

Nací en el 44, en un pueblecito (aldea) al norte de la provincia de Salamanca, en el límite con Zamora, en uno de los ramales de la ruta de La Plata, el que saliendo de Toro se encamina como meta a Santiago de Compostela.
La parte norte de mi pueblo pertenece a la zamorana “tierra del vino” y es/era donde se encontraban todas las viñas. La parte sur, en cambio, pertenece a la comarca salmantina de La Armuña, terreno ideal para el cultivo del garbanzo, de la lenteja y de los cereales y herbáceos en general.
Esa ruta era utilizada, cada año, por los muchos rebaños que, en verano, bajaban de los montes de León a los espigaderos de Extremadura y en otoño retornaban.
El 2º de 4 hermanos, viví (y vivo) en la Calle La Plata y en los alrededores de mi casa pernoctaban, día sí y día también, los rebaños de ovejas merinas, custodiados por enormes mastines y guiados por los carneros con grandes cencerros colgados al hombro.
Los pastores llevaban los burros cargados con enseres domésticos, que serían utilizados en destino, en “las casas de los pastores”,
Raro era el día que no llegaba una oveja coja, generalmente por mordedura de perro, al haberse descarriado y haber abandonado la manada.
Acudían, entonces, los pastores a mi padre para cambiar la carne de oveja por una o unas cuartillas de cebada, para las bestias.
¡Cuánta carne de oveja no comería yo en los años 50 ¡
A veces, también pasaban, sobre todo por la cañada del Teso de los Castillos, vacadas de reses bravas, y éstas sí que eran un peligro cuando alguna se desmadraba.

De hecho, la parroquia de mi pueblo, Aldeanuela de Figueroa, tiene a Santiago como titular y el mismo apellido, “Figueroa”, tiene connotaciones jacobeas.
Había un convento trinitario, con unos grandes huertos, que servía de cobijo, posada y descanso para los peregrinos. Hoy es la casa de Miguelito.

Como nací en el 44 soy un hijo de la postguerra aunque, gracias a mi abuelo materno, sólido propietario agrícola, no pasé hambre al ser mi madre hija única.
Mi madre, la propietaria agrícola, y mi padre, un excelente y perito labrador, con oficio aprendido desde la niñez y no pudiendo asistir a la escuela, hicieron que en casa no se pasara hambre.
Pero si no en mi casa, a mi alrededor hubo “mucha” gente que pasó “mucha” hambre.
Hambre y frío.

No se me borran de la cabeza aquellos días de invierno, las calles nevadas y alguien llamando a la puerta pidiéndole a mi padre un saco de paja para poder encender la chimenea. Era yo, con 4 ó 5 años, el que le abría el pajar.
Muchas veces, mi madre, envuelto en un papel de periódico, le daba un trozo de tocino, medio pan y, a veces, medio chorizo.
(Todavía hoy se lo recuerdan a mi madre).

Fueron unos años duros para mucha gente de mi pueblo.
Se veía, por los caminos, venir personas cargadas con haces de tomillos, como ahora veo a las mujeres marroquíes cuando visito ese país.
Lo que sí solía tener la gente pobre era un galgo, con el que salían a cazar liebres, aunque fuera en tiempo de veda, al tener controlados a los guardas jurados.

Soy un doble “bien nacido” (“biennacido al cuadrado”) ya que mi padre se llamaba Eu (bien) Genio (nacido) y mi madre, Eugenia, también “bien nacida”) y podría haberlo sido al cubo si mi padre no hubiera tenido un hermano, de poco menos que su edad, con el que jugaba, y que murió casi de niños. Se llamaba “Tomás”, aunque todos lo llamaban “Chaguillo”. Yo, pues, no podía llamarme “Eugenio”.

Cuando mi padre, muchas noches, anunciaba que iba a “poner la luz”, en realidad iba a hacer un puente desde los cordones de la calle, que pasaban por encima de la ventana y entre una de las dos parras que cubrían la fachada sin pasar por el contador de la luz, y así “el contador no contaba”.
La misma corriente, de 125, que aún conserva mi madre y que no ha querido pasarse a la de 220, y debe ser una de las pocas personas, si no la única, que tiene la casa llena de transformadores que cambian el potencial de la corriente.

Me recuerdo, con 4 ó 5 años, subido en el trillo, a rachisol, sentado en un medio saco de paja, que hacía de asiento, dando, monótonamente, vueltas y más vueltas a la parva hasta que estuviera trillada y las espigas hubieran soltado el grano.

Teníamos tres trillas, una de bueyes, armuñeses, lentos, pesados, pero con mucha fuerza, que tiraban del trillo grande. También una yunta de vacas y otra de burros.
Algún año hubo que improvisar una yunta “paraíso” (“para” y “so”), de burro con vaca.

Las labores agrícolas eran muy variadas a lo largo del año.

(Continuará).