EN LA ESCUELA.
En mi pueblo, como en todos los pueblos de España, durante siglos, había la separación de sexos. Escuela de niños y escuela de niñas. Mis hermanas tuvieron a Dñª. Clara, más atenta a su familia que a las niñas, con cuatro hijos y un marido de profesión nula, ni siquiera de “aviador” (el que avía la comida).
El mío era D. César, casado y con cuatro hijos, cuyas dos hijas, Esperanza y Pepa, estaban en nuestra escuela y que yo siempre me hacía la pregunta de por qué no estaban con las demás niñas.
Su preocupación no éramos nosotros que, para él, era como si no existiéramos.
Debía de ser la encarnación del dicho popular: “pasas más hambre que un maestro”, por lo que se buscó un segundo empleo: “llevar las cuentas de la Hermandad de Labradores” que, como era normal en la España de los 50, muy pocos sabían leer y escribir correctamente y apenas se defendían con las cuatro reglas.
Así que las pizarras de mi escuela siempre estaban llenas de Sumas y Restas, con el maestro y sus papeles, tiza en mano, operando.
Nosotros, con tal de no armar “mucho follón” hacíamos lo que nos daba la gana. Todo, menos estudiar (algo lógico).
Mi escuela es, hoy, una vivienda ocupada por Jerónimo y Mari-Nunci.
Allí estábamos unos 65 niños, desde el recién ingresado (como podía ser yo) a los de 14 años que aún no habían encontrado trabajo.
Todos salían analfabetos (no funcionales) sino reales, excepto yo, que…. y algún que otro niño (había dignas excepciones).
Nunca he presenciado tantas palizas a niños como las de D. César.
Los agarraba fuertemente, contra su cuerpo, les sujetaba las manos para que no se taparan la cara y los bofetones iban y venían, a granel, hasta que aparecía la sangre por la nariz o cuando les desgarraba las orejas, de cuyo brazo se agarraba el desdichado, para amortiguar su propio peso.
Así que puso en marcha otra estrategia: la vara de fresno verde, que era “sagrada”, ya que nos ponía las piernas hasta arriba de “cardenales”.
Cuando estaba enfrascado en los números de la Hermandad de Labradores o cuando salía de la escuela a su casa para mear, los mayores rompían la vara, la escondían o la tiraban por la ventana.
Cuando preguntaba quién… éramos, todos, “Fuenteovejuna”.
¡Pobre del que delatara al causante del desaguisado ¡A éste bien que lo zurraba el maestro, a aquel le hacían la vida imposible los escolares, por “chivato”.
Por lo que, ya sin vara, saliendo de nuevo de la escuela, volvía de su casa con otra vara no menos verde ni menos “religiosa”.
Por lo que, algún fin de semana, tenía que ir a la dehesa de Lagunas Rubias para hacer acopio de varas.
Yo era de los más modosillos y poco revoltoso, pero un día que me pilló, en cuanto me agarró, me meé allí mismo, siendo causa de risa de la comunidad de colegiales.
D. César (estoy seguro) debía haber sido un republicano que, para sobrevivir, habría tenido que reciclarse por dentro y vestir la camisa azul con el yugo y las flechas en rojo, por fuera.
Pero, en su interior, en el fondo, nunca se recicló y me pregunto si su venganza, como vencido, era no sacarnos del analfabetismo, como si algo de culpa hubiéramos tenido nosotros en su peripecia vital.
Cuando el día 1 de cada mes, si no caía en Domingo, cogía La Serrana (el coche de línea, que iba desde Fuentesaúco a Salamanca, por la carretera de Toro) para cobrar la paga, ese día teníamos vacación. Lo que aprovechábamos para ir a coger nidos, o piñas, o bellotas,…. incluso de caza con galgos (tan sólo un día nos pilló el Guarda Jurado, el Sr. Amancio, que nos metió el miedo en el cuerpo al decirnos que iba a denunciarnos a la Guardia Civil. Y es que ese día no habíamos investigado por qué parte del término iba a vigilar.
Los domingos, vestidos de guapo, íbamos a la escuela para ir, en fila, a misa, tras el que llevaba la cruz, de madera, negra, y tras D. César.
Nuestro sitio en la iglesia era atrás del todo.
Primero estaban las mujeres, con sus velos y sus reclinatorios y tras las sepulturas de los familiares difuntos, alumbrados con velas. (El suelo de la iglesia de mi pueblo era todo de sepulturas, hechas en piedra, y con una raja en medio en las dos losas del centro, para poder levantarlas y, antiguamente, enterrar en ella a otro familiar difunto. Luego, ya las sepulturas estarían en los alrededores de la iglesia y, posteriormente, en el cementerio, a las afueras del pueblo).
Había una sepultura, en concreto, en la parte que llamábamos “El Árbol” que, cuando nevaba y todo el pueblo estaba vestido de blanco, en aquella sepultura la nieve no cuajaba y sobresalía, sobre el manto blanco, general, la sepultura mojada y de tierra roja.
Tras las mujeres y sus reclinatorios, los varones. Y tras los varones, apoyados en la pared trasera, los niños, que ni veíamos ni apenas oíamos al cura y que, bajo la cadena de la campana, más de una vez algún niño, inesperadamente, tiraba de ella y sonaba a destiempo, en la misa.
Porque, durante la consagración, uno de los 4 o 6 monaguillos, que ayudaban al cura en la misa, se desplazaba y tocaba las tres campanadas de rigor para que, los que no estuvieran en la iglesia (si es que alguno no estaba), se enterasen, se descubriesen la gorra los varones, se santiguaran las mujeres, y rezaran.
Entre el cura, que sólo estaba preocupado porque supiéramos de memoria el catecismo del Padre Astete, que confesáramos y comulgáramos, y la nula enseñanza de D. César, siempre he dicho que “con lo mal que estuvimos, con tanta circunstancia adversa de que estuvimos rodeados, no salimos tan mal parados”.
Era por eso por lo que algunos acudíamos, por la noche, al “pase” (a las clases particulares) de quienes, sin estar suficientemente preparados, sabían más que nosotros y algo podían enseñarnos y nosotros aprender.
En los días de crudo invierno, pisando la nieve y resbalando sobre el hielo de la calle, algunos llevábamos unas estufillas con brasas de cisco, sobre las que poníamos los pies, para no congelarnos.
Pero muchos niños iban con los zapatos rotos, y/o sin calcetines, sin apenas ropa de invierno, y con unos sabañones en los pies y en las manos que….
Nunca ha estado mejor empleado el término de “aparcamiento de niños” como era mi escuela, y sin apenas vigilante.
En mi pueblo, como en todos los pueblos de España, durante siglos, había la separación de sexos. Escuela de niños y escuela de niñas. Mis hermanas tuvieron a Dñª. Clara, más atenta a su familia que a las niñas, con cuatro hijos y un marido de profesión nula, ni siquiera de “aviador” (el que avía la comida).
El mío era D. César, casado y con cuatro hijos, cuyas dos hijas, Esperanza y Pepa, estaban en nuestra escuela y que yo siempre me hacía la pregunta de por qué no estaban con las demás niñas.
Su preocupación no éramos nosotros que, para él, era como si no existiéramos.
Debía de ser la encarnación del dicho popular: “pasas más hambre que un maestro”, por lo que se buscó un segundo empleo: “llevar las cuentas de la Hermandad de Labradores” que, como era normal en la España de los 50, muy pocos sabían leer y escribir correctamente y apenas se defendían con las cuatro reglas.
Así que las pizarras de mi escuela siempre estaban llenas de Sumas y Restas, con el maestro y sus papeles, tiza en mano, operando.
Nosotros, con tal de no armar “mucho follón” hacíamos lo que nos daba la gana. Todo, menos estudiar (algo lógico).
Mi escuela es, hoy, una vivienda ocupada por Jerónimo y Mari-Nunci.
Allí estábamos unos 65 niños, desde el recién ingresado (como podía ser yo) a los de 14 años que aún no habían encontrado trabajo.
Todos salían analfabetos (no funcionales) sino reales, excepto yo, que…. y algún que otro niño (había dignas excepciones).
Nunca he presenciado tantas palizas a niños como las de D. César.
Los agarraba fuertemente, contra su cuerpo, les sujetaba las manos para que no se taparan la cara y los bofetones iban y venían, a granel, hasta que aparecía la sangre por la nariz o cuando les desgarraba las orejas, de cuyo brazo se agarraba el desdichado, para amortiguar su propio peso.
Así que puso en marcha otra estrategia: la vara de fresno verde, que era “sagrada”, ya que nos ponía las piernas hasta arriba de “cardenales”.
Cuando estaba enfrascado en los números de la Hermandad de Labradores o cuando salía de la escuela a su casa para mear, los mayores rompían la vara, la escondían o la tiraban por la ventana.
Cuando preguntaba quién… éramos, todos, “Fuenteovejuna”.
¡Pobre del que delatara al causante del desaguisado ¡A éste bien que lo zurraba el maestro, a aquel le hacían la vida imposible los escolares, por “chivato”.
Por lo que, ya sin vara, saliendo de nuevo de la escuela, volvía de su casa con otra vara no menos verde ni menos “religiosa”.
Por lo que, algún fin de semana, tenía que ir a la dehesa de Lagunas Rubias para hacer acopio de varas.
Yo era de los más modosillos y poco revoltoso, pero un día que me pilló, en cuanto me agarró, me meé allí mismo, siendo causa de risa de la comunidad de colegiales.
D. César (estoy seguro) debía haber sido un republicano que, para sobrevivir, habría tenido que reciclarse por dentro y vestir la camisa azul con el yugo y las flechas en rojo, por fuera.
Pero, en su interior, en el fondo, nunca se recicló y me pregunto si su venganza, como vencido, era no sacarnos del analfabetismo, como si algo de culpa hubiéramos tenido nosotros en su peripecia vital.
Cuando el día 1 de cada mes, si no caía en Domingo, cogía La Serrana (el coche de línea, que iba desde Fuentesaúco a Salamanca, por la carretera de Toro) para cobrar la paga, ese día teníamos vacación. Lo que aprovechábamos para ir a coger nidos, o piñas, o bellotas,…. incluso de caza con galgos (tan sólo un día nos pilló el Guarda Jurado, el Sr. Amancio, que nos metió el miedo en el cuerpo al decirnos que iba a denunciarnos a la Guardia Civil. Y es que ese día no habíamos investigado por qué parte del término iba a vigilar.
Los domingos, vestidos de guapo, íbamos a la escuela para ir, en fila, a misa, tras el que llevaba la cruz, de madera, negra, y tras D. César.
Nuestro sitio en la iglesia era atrás del todo.
Primero estaban las mujeres, con sus velos y sus reclinatorios y tras las sepulturas de los familiares difuntos, alumbrados con velas. (El suelo de la iglesia de mi pueblo era todo de sepulturas, hechas en piedra, y con una raja en medio en las dos losas del centro, para poder levantarlas y, antiguamente, enterrar en ella a otro familiar difunto. Luego, ya las sepulturas estarían en los alrededores de la iglesia y, posteriormente, en el cementerio, a las afueras del pueblo).
Había una sepultura, en concreto, en la parte que llamábamos “El Árbol” que, cuando nevaba y todo el pueblo estaba vestido de blanco, en aquella sepultura la nieve no cuajaba y sobresalía, sobre el manto blanco, general, la sepultura mojada y de tierra roja.
Tras las mujeres y sus reclinatorios, los varones. Y tras los varones, apoyados en la pared trasera, los niños, que ni veíamos ni apenas oíamos al cura y que, bajo la cadena de la campana, más de una vez algún niño, inesperadamente, tiraba de ella y sonaba a destiempo, en la misa.
Porque, durante la consagración, uno de los 4 o 6 monaguillos, que ayudaban al cura en la misa, se desplazaba y tocaba las tres campanadas de rigor para que, los que no estuvieran en la iglesia (si es que alguno no estaba), se enterasen, se descubriesen la gorra los varones, se santiguaran las mujeres, y rezaran.
Entre el cura, que sólo estaba preocupado porque supiéramos de memoria el catecismo del Padre Astete, que confesáramos y comulgáramos, y la nula enseñanza de D. César, siempre he dicho que “con lo mal que estuvimos, con tanta circunstancia adversa de que estuvimos rodeados, no salimos tan mal parados”.
Era por eso por lo que algunos acudíamos, por la noche, al “pase” (a las clases particulares) de quienes, sin estar suficientemente preparados, sabían más que nosotros y algo podían enseñarnos y nosotros aprender.
En los días de crudo invierno, pisando la nieve y resbalando sobre el hielo de la calle, algunos llevábamos unas estufillas con brasas de cisco, sobre las que poníamos los pies, para no congelarnos.
Pero muchos niños iban con los zapatos rotos, y/o sin calcetines, sin apenas ropa de invierno, y con unos sabañones en los pies y en las manos que….
Nunca ha estado mejor empleado el término de “aparcamiento de niños” como era mi escuela, y sin apenas vigilante.