EN LA ESCUELA (2)
Recuerdo que llevábamos una rebanada de pan, un poco de azúcar envuelta en un papel de periódico y un vaso. Porque, en los años 50, el “amigo americano” nos regalaba leche en polvo, mantequilla, un queso de color amarillo y a algunos les tocaba, también, un colchón de borra.
A la hora del recreo, la Srª Julia, con su grosor corporal, que era, también, la partera del pueblo, acompañada de Petra, su hija, bajita y delgaducha, algo subnormal (hoy diríamos “afectada de discapacidad varia”) llegaba a la escuela con dos grandes perolas de porcelana, con agua hirviendo y, tras desleír la leche en polvo nos iba llenado el vaso y, a veces, repetíamos.
Untábamos el pan en mantequilla, le echábamos el azúcar por encima y era el desayuno para muchos.
Sería mucho después cuando sabría que “de amigo, na de na” y que “el que regala, bien vende, si el que lo acepta lo entiende”, es decir, que “do ut des”, y que la mantequilla y la leche en polvo era la contrapartida a la instalación de bases militares americanas en España.
El “amigo americano” no era tal amigo, sino un experto comerciante, vendedor de baratijas sobrantes a cambio de tesoros, aunque en este caso, estratégicos.
¿Cuándo descubrí, yo, por mi cuenta, (porque el maestro nunca nos dijo nada) que las Islas Canarias no estaban debajo de las Islas Baleares, allí, en un recuadro, en el mar Mediterráneo, sino en el Océano Atlántico, cerca de la costa africana?
Más aún. Como el mapa de España (que nunca estudiamos) estaba colgado de la pared izquierda y el norte estaba hacia arriba, allí tenían que estar Sevilla, Málaga, África,… y en el sur, Zamora, León, Asturias, Gran Bretaña,…
Cuando descubrí, por mi cuenta, que todo era al revés, la desorientación geográfica fue total, como quien sale de la estación del metro por la otra salida y coges, como siempre, a la derecha, hasta que caes en la cuenta que vas en la dirección equivocada.
¿Qué me/nos enseñó este señor amargado, durante años, en la escuela?. Respuesta: NADA. Lo que sí hicimos fueron largas y profundas amistades entre los escolares. Tiempo, para ello, no nos faltaba.
¿Los juegos infantiles?. Además de Guardias y Ladrones, saltar al burro, al tángano, a las vistas (con las tapas de las cajas de cerillas), a las perras (perra gorda y perra chica, y el que más se acercaba a la raya con la moneda tapaba bajo su zapato la perra y si coincidía con la que tiraba por alto el último, se las llevaba todas o, si no, se acumulaban para la tirada siguiente), a la brisca, al julepe, al tute, al guá, con canicas de piedra caleña que nosotros mismos fabricábamos a base de rozar y rozar sobre otra piedra más dura (excepto cuando, venían de Salamanca los padres, y nos traían alguna bola de cristal, envidia de quienes no las tenían.
También a la “tora”. En una tabla estaban clavados dos cuernos, generalmente de carnero, al que toreábamos, pero que el que lo llevaba en las manos lo que quería e intentaba era “cogerte”, como a un torero, por lo que era raro el día que al llegar a casa mi madre, ante los desgarrones o sietes en pantalones o camisa, siempre me hacía la misma pregunta, de reproche: “ ¿Pero otra vez jugando a la “tora”?.
Yo (y no es autobombo) sería una excepción.
Al jubilarse D. César llegó al pueblo, a ocupar la plaza, un maestro interino, joven, Don José Luis, que, cuando chocó con lo que se encontró (con nuestro estado de analfabetismo) intentó poner remedio.
Lo primero que hizo fue ponernos de pie y en fila, fuera de nuestros pupitres corridos (bancos escolares) manchados de tinta y que, a veces, lo hacíamos adrede para que se vertiera la tinta de aquellos tinteros semiencastrados en el banco.
Nos mandó abrir la enciclopedia de Álvarez por no sé qué página y nos propuso, de tarea para el día siguiente, aprenderla de memoria. No recuerdo ahora cuál era, pero era larga.
Al llegar a casa la primera pregunta de mi madre sobre qué tal el nuevo maestro.
Le conté lo de aprender la poesía y fue ella la que me animó e insistió en que la aprendiera.
Así que, sentado en una silla baja de anea, al calor de la lumbre, comencé. Mi madre iba “tomándome la lección”. Y me la aprendí.
Al día siguiente, nada más traspasar la puerta, nos pone en fila D. José Luis y manda dar un paso atrás a quienes no la hubieran aprendido. Automáticamente comprobé que era yo el único que estaba solo.
Extrañado de que la supiera de memoria me invitó a que la recitara. Así lo hice.
Al terminar me ordenó que mandara venir a la escuela a mi padre, porque tenía que hablar con él.
La sorpresa de mi padre cuando se lo dije y la pregunta/acusación de qué había hecho en la escuela.
Mi padre, al día, siguiente, vestido de domingo fue a hablar, durante el recreo con D. José Luis y éste le comunicó la extrañeza de que, dado nuestro estado de barbarie escolar, en tan sólo una tarde noche/noche hubiera aprendido la poesía. Le insistió en que, dada mi memoria (entonces se la llamaba “inteligencia”) yo debía ir a estudiar.
Como la economía familiar no daba para irme a Salamanca a un colegio privado mis padres determinaron hablar con el cura, Don Eduardo, para ir al Seminario.
En Junio fueron las pruebas de ingreso y en Octubre ya estaba yo en el Seminario Menor Diocesano, dependiente del Obispado y que, por circunstancias de espacio, se había ubicado en un pueblo de la sierra, Linares de Riofrío. Allí permanecería los cinco cursos/años reglamentarios.
Y, gracias a esa circunstancia, el nuevo maestro interino, Don José Luis, soy el que soy y estoy donde estoy.
De lo contrario hubiera sido un agricultor de mi pueblo, como mis amigos, más o menos feliz (nunca se sabrá) pero no me habría dejado atrapar por el ansia de leer, de conocer, de saber, de pensar,…
Gracias a él fui enseñante/educador durante 36 años, conocí a mujer, tuve las dos hijas maravillosas que tengo y a los no menos maravillosos nietos (Santi, Alberto y Alicia) a los que achucho en cuanto puedo, a los que le cuento historias, cuentos o conocimientos,… y que, a veces, me dicen que soy muy pesado.
Y todo, gracias a una poesía, en la Enciclopedia de Álvarez, y a un maestro interino.
Recuerdo que llevábamos una rebanada de pan, un poco de azúcar envuelta en un papel de periódico y un vaso. Porque, en los años 50, el “amigo americano” nos regalaba leche en polvo, mantequilla, un queso de color amarillo y a algunos les tocaba, también, un colchón de borra.
A la hora del recreo, la Srª Julia, con su grosor corporal, que era, también, la partera del pueblo, acompañada de Petra, su hija, bajita y delgaducha, algo subnormal (hoy diríamos “afectada de discapacidad varia”) llegaba a la escuela con dos grandes perolas de porcelana, con agua hirviendo y, tras desleír la leche en polvo nos iba llenado el vaso y, a veces, repetíamos.
Untábamos el pan en mantequilla, le echábamos el azúcar por encima y era el desayuno para muchos.
Sería mucho después cuando sabría que “de amigo, na de na” y que “el que regala, bien vende, si el que lo acepta lo entiende”, es decir, que “do ut des”, y que la mantequilla y la leche en polvo era la contrapartida a la instalación de bases militares americanas en España.
El “amigo americano” no era tal amigo, sino un experto comerciante, vendedor de baratijas sobrantes a cambio de tesoros, aunque en este caso, estratégicos.
¿Cuándo descubrí, yo, por mi cuenta, (porque el maestro nunca nos dijo nada) que las Islas Canarias no estaban debajo de las Islas Baleares, allí, en un recuadro, en el mar Mediterráneo, sino en el Océano Atlántico, cerca de la costa africana?
Más aún. Como el mapa de España (que nunca estudiamos) estaba colgado de la pared izquierda y el norte estaba hacia arriba, allí tenían que estar Sevilla, Málaga, África,… y en el sur, Zamora, León, Asturias, Gran Bretaña,…
Cuando descubrí, por mi cuenta, que todo era al revés, la desorientación geográfica fue total, como quien sale de la estación del metro por la otra salida y coges, como siempre, a la derecha, hasta que caes en la cuenta que vas en la dirección equivocada.
¿Qué me/nos enseñó este señor amargado, durante años, en la escuela?. Respuesta: NADA. Lo que sí hicimos fueron largas y profundas amistades entre los escolares. Tiempo, para ello, no nos faltaba.
¿Los juegos infantiles?. Además de Guardias y Ladrones, saltar al burro, al tángano, a las vistas (con las tapas de las cajas de cerillas), a las perras (perra gorda y perra chica, y el que más se acercaba a la raya con la moneda tapaba bajo su zapato la perra y si coincidía con la que tiraba por alto el último, se las llevaba todas o, si no, se acumulaban para la tirada siguiente), a la brisca, al julepe, al tute, al guá, con canicas de piedra caleña que nosotros mismos fabricábamos a base de rozar y rozar sobre otra piedra más dura (excepto cuando, venían de Salamanca los padres, y nos traían alguna bola de cristal, envidia de quienes no las tenían.
También a la “tora”. En una tabla estaban clavados dos cuernos, generalmente de carnero, al que toreábamos, pero que el que lo llevaba en las manos lo que quería e intentaba era “cogerte”, como a un torero, por lo que era raro el día que al llegar a casa mi madre, ante los desgarrones o sietes en pantalones o camisa, siempre me hacía la misma pregunta, de reproche: “ ¿Pero otra vez jugando a la “tora”?.
Yo (y no es autobombo) sería una excepción.
Al jubilarse D. César llegó al pueblo, a ocupar la plaza, un maestro interino, joven, Don José Luis, que, cuando chocó con lo que se encontró (con nuestro estado de analfabetismo) intentó poner remedio.
Lo primero que hizo fue ponernos de pie y en fila, fuera de nuestros pupitres corridos (bancos escolares) manchados de tinta y que, a veces, lo hacíamos adrede para que se vertiera la tinta de aquellos tinteros semiencastrados en el banco.
Nos mandó abrir la enciclopedia de Álvarez por no sé qué página y nos propuso, de tarea para el día siguiente, aprenderla de memoria. No recuerdo ahora cuál era, pero era larga.
Al llegar a casa la primera pregunta de mi madre sobre qué tal el nuevo maestro.
Le conté lo de aprender la poesía y fue ella la que me animó e insistió en que la aprendiera.
Así que, sentado en una silla baja de anea, al calor de la lumbre, comencé. Mi madre iba “tomándome la lección”. Y me la aprendí.
Al día siguiente, nada más traspasar la puerta, nos pone en fila D. José Luis y manda dar un paso atrás a quienes no la hubieran aprendido. Automáticamente comprobé que era yo el único que estaba solo.
Extrañado de que la supiera de memoria me invitó a que la recitara. Así lo hice.
Al terminar me ordenó que mandara venir a la escuela a mi padre, porque tenía que hablar con él.
La sorpresa de mi padre cuando se lo dije y la pregunta/acusación de qué había hecho en la escuela.
Mi padre, al día, siguiente, vestido de domingo fue a hablar, durante el recreo con D. José Luis y éste le comunicó la extrañeza de que, dado nuestro estado de barbarie escolar, en tan sólo una tarde noche/noche hubiera aprendido la poesía. Le insistió en que, dada mi memoria (entonces se la llamaba “inteligencia”) yo debía ir a estudiar.
Como la economía familiar no daba para irme a Salamanca a un colegio privado mis padres determinaron hablar con el cura, Don Eduardo, para ir al Seminario.
En Junio fueron las pruebas de ingreso y en Octubre ya estaba yo en el Seminario Menor Diocesano, dependiente del Obispado y que, por circunstancias de espacio, se había ubicado en un pueblo de la sierra, Linares de Riofrío. Allí permanecería los cinco cursos/años reglamentarios.
Y, gracias a esa circunstancia, el nuevo maestro interino, Don José Luis, soy el que soy y estoy donde estoy.
De lo contrario hubiera sido un agricultor de mi pueblo, como mis amigos, más o menos feliz (nunca se sabrá) pero no me habría dejado atrapar por el ansia de leer, de conocer, de saber, de pensar,…
Gracias a él fui enseñante/educador durante 36 años, conocí a mujer, tuve las dos hijas maravillosas que tengo y a los no menos maravillosos nietos (Santi, Alberto y Alicia) a los que achucho en cuanto puedo, a los que le cuento historias, cuentos o conocimientos,… y que, a veces, me dicen que soy muy pesado.
Y todo, gracias a una poesía, en la Enciclopedia de Álvarez, y a un maestro interino.