LA MATANZA.
(Lo que cuento de mi familia es/puede ser asumido, en mayor o menor grado, por todas las familias del pueblo en los años 50-60 y, aunque a los adolescentes, jóvenes y ya no tan jóvenes, les resulte extraño, seguro-segurísimo que sus padres (y sobre todo abuelos) lo compartirán al 100%).
Siempre hubo, en casa de mis padres, cuatro cerdos pequeños, en crianza, mataderos para el año siguiente, al tiempo que había otros cuatro en cebo para la matanza de ese año.
El más pequeño de los cuatro, llamado “el porrero”, solíamos matarlo por San Martín (¿recordáis el dicho de “a cada cerdo le llega su sanmartín”?)
Desde San Martín, primeros de Noviembre, hasta Navidades, todos los días comíamos cerdo, exceptuados los jamones y los lomos, que había que dejarlos curar, todo lo demás, desde el rabo hasta el hocico, se aprovechaba de mil maneras.
El tiempo de matanza, para casi todos, eran las Navidades y alrededores.
Nos ayudábamos todos los familiares, pues no era fácil dominar la fuerza de cerdos cebados, para poder echarlos encima del tajo y sangrarlos.
Cuando se inventó el gancho de hierro, que se le clavaba al cerdo por debajo de la papada, y se tiraba de él, todo se hizo más fácil, pero antes de eso, era un espectáculo contemplar cómo era muy difícil hacerse con el cerdo, agarrándolo por donde se podía (orejas, patas, rabo,..)
Antes de la faena, lo normal era tomarse unos higos secos y copas de aguardiente de alta graduación, para los mayores, mientras los chiquillos probábamos el anís, más suave y dulzón.
Se lo acercaba, al animal, al tajo, se lo subía arriba y, mientras todos lo sujetaban como podían, el que iba a hacer de matarife, cuchillo de sangrar en ristre, clavaba por debajo de la papada, en dirección al corazón.
El poco ducho en estas lides hacía que el animal sangrara poco, lo que imposibilitaba la abundancia de morcillas.
¡Qué patadas las del animal, según iban pasando los segundos, defendiéndose de la agresión ¡
Cuando alguna “moza”, agachada, de rodillas, era la encargada de recoger la sangre del animal, para removerla continuamente y que no se cuajara, el matarife, muchas veces, y como motivo de risa general, pinchaba el cuchillo de arriba abajo, por lo que la sangre salía en forma de parábola y caía sobre la ropa de la “moza”
Una vez muerto, se le cortaban las cuatro patas y se le ponía en posición de ser chamuscado.
Para chamuscarlo (quemarle todas las cerdas), previamente, al acabar el verano, en el mes de Septiembre, se hacía acopio de “gamarzas” y de pajas largas, con las que se cubría al animal, se le prendía fuego y se iba, con palos largos, moviendo la lumbre por todas partes, para que quedara bien chamuscado.
Después, se le daba la vuelta, boca arriba, calzado con piedras a los lados, para que no se ladeara, y se repetía la misma operación.
Una vez chamuscado, con el cuero-la piel ennegrecida, se continuaba por el raspado, con piedras porosas o con cuchillos raspadores, siempre acompañado de agua hirviendo, hasta que el animal quedaba “limpito”.
Lo primero que se le cortaba al cerdo era la jeta que, puesta en el trébede y aprovechado el rescoldo, una vez aliñada y picante, era la primera probadura, mientras se realizaban todas las demás faenas.
Se le colgaba de una escalera, como crucificado, y se le habría en canal.
Debajo una artesa, en la que caía todo el interior del cerdo (tripas, corazón, hígado, “bofes”,…)
Y se le dejaba orear hasta la noche o hasta el día siguiente, que era la hora de despiezarlo.
Los Madrugas estaban especializados en el despiece, por lo que era normal que ellos fueran los encargados.
Las hojas de tocino, de las que se les sacaba los jamones, a los que había que sacarle un poco de sangre de su interior, “para que no se estropeasen”.
El veterinario hacía acto de presencia y cortaba pequeños trocitos de varías partes para, una vez examinados al microscopio y comprobar la ausencia de triquinosis (que decíamos se producía por haber ingerido alguna rata que se colaba en los cebaderos en los que se les ponía la comida) le ponía el sello y una chapa de metal, distintivo de comestible, apto para el consumo.
A veces, para ahorrarse las tasas del veterinario, no se declaraban todos los cerdos, por lo que el peligro estaba ahí.
Los lomos, los solomillos, las costillas, las mantecas, el despiece de las paletillas, para chorizos (no se las dejaba curar, como a los jamones), las papadas, la cabeza, los huesos, … todo, absolutamente todo, sería aprovechado.
Mientras, las mujeres han limpiado las tripas, “dándoles la vuelta para sacar el pienso que aún había, a pesar de que, ya desde el día anterior, se les dejaba en ayunas) y el cuajar.
Las tripas serían cortadas, a medida para los chorizos, morcillas, farinatos,…y atadas con hilo de algodón por un lado.
No siempre eran suficientes las tripas del animal, así que se compraban “tripas secas” en Salamanca y que había que ablandar en agua antes de la operación de atarlas por uno de los cabos.
Inmediatamente se hacían las morcillas, con la sangre amasada en miga de pan, que durante meses había ido migándose cuando el pan se ponía duro, más sal, especias y “gorduras”.
Se las iba metiendo en los varales que, posteriormente, serían colgados de las chimeneas y con el calor de la lumbre irían “madurando”.
Por la noche había que picar la carne.
(Se me olvidaba decir que, por lo general, se mataba, al mismo tiempo una vaca y cada vecino adquiría un cuarto o media vaca, cuya carne era mezclada con la del cerdo).
Se picaba la carne con una picadora, a manivela, echándole trozo a trozo en la tolva, yendo a parar a las artesas.
Y digo artesas, en plural, porque se hacían tres clases de chorizos, según la calidad de la carne.
Los mejores eran las longanizas o chorizos gordos y salchichones, los de mediana calidad eran los destinados a comer en las meriendas o fritos y los de peor calidad, hechos con callos y con la peor carne, los chorizos de callos, que se usaban para el cocido.
Pero el especial-especial era el “cuajar” o “relleno”, el “morcón”, envuelto y rodeado con cuerdas para que quedara más apretado y que, casi siempre que visito Salamanca, compro alguno en las carnicerías
Comer, durante varios días, las “chichas” que, una vez entripadas, darían lugar a las longanizas, era “bocatto di cardinale” (lo que suelo hacer, ahora, cuando visito Salamanca).
Igualmente, los chicharrones, parte sólida que quedaba de derretir las mantecas en el caldero colgado de la chimenea y con rachizos en el fuego.
La manteca se guardaba, bien en tripa bien en lata, y era el sustituto del aceite (en el pueblo se cocinaba con manteca más que con aceite) y los chicharrones nos servían de merienda, con un poco sal o de azúcar por encima.
Ya estaban las artesas con “la masa de carne” aliñada (importante no pasarse con los aliños, pero tampoco no llegar) para hacer los chorizos, en la misma máquina de picar pero, en este caso con las cornetas, más o menos anchas, según la tripa a utilizar.
Con un corcho, lleno de alfileres, iba picándose la tripa a medida que iba llenándose, para que no quedase aire entre la carne y se estropease el chorizo.
Uno le daba a la manivela, alimentando la tolva, otra rellenaba, al tiempo que picaba con los alfileres, otra ataba los chorizos por la otra punta y la siguiente iba metiéndolos en los varales.
Se colocaban los varales entre los respaldos de dos sillas o taburetes y se les ponía en la parte adecuada de la casa, para que se curasen, ni muy secas ni muy húmedas.
¡Cuántas veces se estropeaba la matanza ¡.
Y ¡cuántas veces había que encender braseros para que el ambiente no estuviera demasiado frío ¡
Lo de los “farinatos” es otra historia distinta y que, quien no sea salmantino, casi ni habrá oído hablar de ellos.
La miga de pan que, durante meses, iba almacenándose una parte de ella era para las morcillas, cuya cantidad dependía de la cantidad de sangre del cerdo, pero el resto de la miga, con agua hirviendo, mucho pimentón y grasas del cerdo, se hacía una masa, semejante a la de los chorizos, y se les entripaba igual.
Los de Fuentesaúco, a nuestros “farinatos” los denominaban “pan preso”.
Su sabor es especial y no puede definirse. Hay que probarlos.
Mi hermana suele darme algunos cada vez que visito el pueblo.
Mezclado con huevos fritos son “bocattos di cardinales”, pero no a todas las personas les gusta, por tener un sabor especial y distinto a cualquier otro embutido.
El olor a matanza y la vista de jamones curándose, chorizos de todo tipo, morcillas, farinatos,…al entrar en la despensa…es algo que quien no lo haya experimentado no puede imaginárselo
(Lo que cuento de mi familia es/puede ser asumido, en mayor o menor grado, por todas las familias del pueblo en los años 50-60 y, aunque a los adolescentes, jóvenes y ya no tan jóvenes, les resulte extraño, seguro-segurísimo que sus padres (y sobre todo abuelos) lo compartirán al 100%).
Siempre hubo, en casa de mis padres, cuatro cerdos pequeños, en crianza, mataderos para el año siguiente, al tiempo que había otros cuatro en cebo para la matanza de ese año.
El más pequeño de los cuatro, llamado “el porrero”, solíamos matarlo por San Martín (¿recordáis el dicho de “a cada cerdo le llega su sanmartín”?)
Desde San Martín, primeros de Noviembre, hasta Navidades, todos los días comíamos cerdo, exceptuados los jamones y los lomos, que había que dejarlos curar, todo lo demás, desde el rabo hasta el hocico, se aprovechaba de mil maneras.
El tiempo de matanza, para casi todos, eran las Navidades y alrededores.
Nos ayudábamos todos los familiares, pues no era fácil dominar la fuerza de cerdos cebados, para poder echarlos encima del tajo y sangrarlos.
Cuando se inventó el gancho de hierro, que se le clavaba al cerdo por debajo de la papada, y se tiraba de él, todo se hizo más fácil, pero antes de eso, era un espectáculo contemplar cómo era muy difícil hacerse con el cerdo, agarrándolo por donde se podía (orejas, patas, rabo,..)
Antes de la faena, lo normal era tomarse unos higos secos y copas de aguardiente de alta graduación, para los mayores, mientras los chiquillos probábamos el anís, más suave y dulzón.
Se lo acercaba, al animal, al tajo, se lo subía arriba y, mientras todos lo sujetaban como podían, el que iba a hacer de matarife, cuchillo de sangrar en ristre, clavaba por debajo de la papada, en dirección al corazón.
El poco ducho en estas lides hacía que el animal sangrara poco, lo que imposibilitaba la abundancia de morcillas.
¡Qué patadas las del animal, según iban pasando los segundos, defendiéndose de la agresión ¡
Cuando alguna “moza”, agachada, de rodillas, era la encargada de recoger la sangre del animal, para removerla continuamente y que no se cuajara, el matarife, muchas veces, y como motivo de risa general, pinchaba el cuchillo de arriba abajo, por lo que la sangre salía en forma de parábola y caía sobre la ropa de la “moza”
Una vez muerto, se le cortaban las cuatro patas y se le ponía en posición de ser chamuscado.
Para chamuscarlo (quemarle todas las cerdas), previamente, al acabar el verano, en el mes de Septiembre, se hacía acopio de “gamarzas” y de pajas largas, con las que se cubría al animal, se le prendía fuego y se iba, con palos largos, moviendo la lumbre por todas partes, para que quedara bien chamuscado.
Después, se le daba la vuelta, boca arriba, calzado con piedras a los lados, para que no se ladeara, y se repetía la misma operación.
Una vez chamuscado, con el cuero-la piel ennegrecida, se continuaba por el raspado, con piedras porosas o con cuchillos raspadores, siempre acompañado de agua hirviendo, hasta que el animal quedaba “limpito”.
Lo primero que se le cortaba al cerdo era la jeta que, puesta en el trébede y aprovechado el rescoldo, una vez aliñada y picante, era la primera probadura, mientras se realizaban todas las demás faenas.
Se le colgaba de una escalera, como crucificado, y se le habría en canal.
Debajo una artesa, en la que caía todo el interior del cerdo (tripas, corazón, hígado, “bofes”,…)
Y se le dejaba orear hasta la noche o hasta el día siguiente, que era la hora de despiezarlo.
Los Madrugas estaban especializados en el despiece, por lo que era normal que ellos fueran los encargados.
Las hojas de tocino, de las que se les sacaba los jamones, a los que había que sacarle un poco de sangre de su interior, “para que no se estropeasen”.
El veterinario hacía acto de presencia y cortaba pequeños trocitos de varías partes para, una vez examinados al microscopio y comprobar la ausencia de triquinosis (que decíamos se producía por haber ingerido alguna rata que se colaba en los cebaderos en los que se les ponía la comida) le ponía el sello y una chapa de metal, distintivo de comestible, apto para el consumo.
A veces, para ahorrarse las tasas del veterinario, no se declaraban todos los cerdos, por lo que el peligro estaba ahí.
Los lomos, los solomillos, las costillas, las mantecas, el despiece de las paletillas, para chorizos (no se las dejaba curar, como a los jamones), las papadas, la cabeza, los huesos, … todo, absolutamente todo, sería aprovechado.
Mientras, las mujeres han limpiado las tripas, “dándoles la vuelta para sacar el pienso que aún había, a pesar de que, ya desde el día anterior, se les dejaba en ayunas) y el cuajar.
Las tripas serían cortadas, a medida para los chorizos, morcillas, farinatos,…y atadas con hilo de algodón por un lado.
No siempre eran suficientes las tripas del animal, así que se compraban “tripas secas” en Salamanca y que había que ablandar en agua antes de la operación de atarlas por uno de los cabos.
Inmediatamente se hacían las morcillas, con la sangre amasada en miga de pan, que durante meses había ido migándose cuando el pan se ponía duro, más sal, especias y “gorduras”.
Se las iba metiendo en los varales que, posteriormente, serían colgados de las chimeneas y con el calor de la lumbre irían “madurando”.
Por la noche había que picar la carne.
(Se me olvidaba decir que, por lo general, se mataba, al mismo tiempo una vaca y cada vecino adquiría un cuarto o media vaca, cuya carne era mezclada con la del cerdo).
Se picaba la carne con una picadora, a manivela, echándole trozo a trozo en la tolva, yendo a parar a las artesas.
Y digo artesas, en plural, porque se hacían tres clases de chorizos, según la calidad de la carne.
Los mejores eran las longanizas o chorizos gordos y salchichones, los de mediana calidad eran los destinados a comer en las meriendas o fritos y los de peor calidad, hechos con callos y con la peor carne, los chorizos de callos, que se usaban para el cocido.
Pero el especial-especial era el “cuajar” o “relleno”, el “morcón”, envuelto y rodeado con cuerdas para que quedara más apretado y que, casi siempre que visito Salamanca, compro alguno en las carnicerías
Comer, durante varios días, las “chichas” que, una vez entripadas, darían lugar a las longanizas, era “bocatto di cardinale” (lo que suelo hacer, ahora, cuando visito Salamanca).
Igualmente, los chicharrones, parte sólida que quedaba de derretir las mantecas en el caldero colgado de la chimenea y con rachizos en el fuego.
La manteca se guardaba, bien en tripa bien en lata, y era el sustituto del aceite (en el pueblo se cocinaba con manteca más que con aceite) y los chicharrones nos servían de merienda, con un poco sal o de azúcar por encima.
Ya estaban las artesas con “la masa de carne” aliñada (importante no pasarse con los aliños, pero tampoco no llegar) para hacer los chorizos, en la misma máquina de picar pero, en este caso con las cornetas, más o menos anchas, según la tripa a utilizar.
Con un corcho, lleno de alfileres, iba picándose la tripa a medida que iba llenándose, para que no quedase aire entre la carne y se estropease el chorizo.
Uno le daba a la manivela, alimentando la tolva, otra rellenaba, al tiempo que picaba con los alfileres, otra ataba los chorizos por la otra punta y la siguiente iba metiéndolos en los varales.
Se colocaban los varales entre los respaldos de dos sillas o taburetes y se les ponía en la parte adecuada de la casa, para que se curasen, ni muy secas ni muy húmedas.
¡Cuántas veces se estropeaba la matanza ¡.
Y ¡cuántas veces había que encender braseros para que el ambiente no estuviera demasiado frío ¡
Lo de los “farinatos” es otra historia distinta y que, quien no sea salmantino, casi ni habrá oído hablar de ellos.
La miga de pan que, durante meses, iba almacenándose una parte de ella era para las morcillas, cuya cantidad dependía de la cantidad de sangre del cerdo, pero el resto de la miga, con agua hirviendo, mucho pimentón y grasas del cerdo, se hacía una masa, semejante a la de los chorizos, y se les entripaba igual.
Los de Fuentesaúco, a nuestros “farinatos” los denominaban “pan preso”.
Su sabor es especial y no puede definirse. Hay que probarlos.
Mi hermana suele darme algunos cada vez que visito el pueblo.
Mezclado con huevos fritos son “bocattos di cardinales”, pero no a todas las personas les gusta, por tener un sabor especial y distinto a cualquier otro embutido.
El olor a matanza y la vista de jamones curándose, chorizos de todo tipo, morcillas, farinatos,…al entrar en la despensa…es algo que quien no lo haya experimentado no puede imaginárselo