EL VINO.
Ya he dejado escrito que la parte norte del término municipal de mi pueblo pertenecía, por la composición de la tierra, a la comarca zamorana de la Tierra del vino, con centro en Toro, no lejos de mi pueblo, y al que acudo todos los veranos, cuando visito a mis padres, para disfrutar de la Colegiata y tomar un café Con el Duero a mis pies.
Mi padre cogió la costumbre de plantar una viña cada vez que le nacía un hijo, así que teníamos: el majuelo de Mari, “el del Palacio”, con dos guindos en el centro, el majuelo de Sito, el mío, “El Picón”, en el Camino de Villaescusa, un majuelo con mucho vicio pero no muy productivo y el majuelo de Juani, “el de Las Fuentes”, el que daba menos uva, pero la más dulce.
Cuando nació mi hermano José Luis mi padre debió pensar que ya eran suficientes tres viñas para las necesidades familiares, así que plantó dos pinares, pero negrales, el de la Cáñamas y el del Camino de la Fuente, que todos los años podábamos y con cuyas ramas calentábamos el horno de la “amasadura” semanal.
Era curiosa la forma de plantar las cepas.
Primero lo hacía con vides americanas, que agarraban muy pronto y que, en cuanto tomaban la forma de cepa, las cortaba a cercen y las injertaba de uva albillo, o malvasía, o tinta Toledo, o tinta Madrid, o verdejo, o canarroyo,…aunque siempre dejaba alguna “americana” o “productora”, una uva tinta, de racimos pequeños, y que era un coñazo vendimiarla.
A mi padre le gustaba la variedad.
La primera labor era “descubrir” las cepas. Cavar a su alrededor, “para que respirara la cepa”, como si fuera a ser regada.
Al poco tiempo arar la viña, que ya se tapaba lo descubierto, pero que, para poder hacerlo, había que usar un yugo especial, ya que el timón del arado no podía estar en su mitad, así que el buey más fuerte se llevaba mayor trabajo.
A pesar de que había podadores profesionales mi padre aprendió y me enseñaba cómo debían cortarse los sarmientos que ya habían producido, pero no desde la cepa misma, sino dejando unos dos o tres “botones”, de donde saldrían los futuros sarmientos. Eso sí, cortar, siempre un poco por encima (y no por debajo) del botón.
La manera de injertar era cortando a cercen la cepa, a unos 30 centímetros del suelo, con un cuchillo y un martillo se rajaba por la mitad, haciendo una hendidura, y por ahí se metía una púa, afinada con la navaja, le daba unos golpes hasta que quedara bien encajada y, luego, se apretaba fuertemente para que la savia de la cepa nutriera la púa introducida.
La vendimia, en mi pueblo, con menos sol que en mi Andalucía, se hacía en el mes de Septiembre, a pesar del refrán que siempre se repetía: “por Santiago y Santa Ana tintan las uvas, y por Nuestra Señora de Agosto ya están maduras”. En mi pueblo ni tintaban en Julio ni maduraban en Agosto, siempre venían con retraso.
Para vendimiar llevábamos el carro cargado de cestos, de mimbre y alargados, altos, que, a veces, los ubicábamos en distintas partes del majuelo y en el que íbamos vaciando las canastas (pequeñas) y los cuévanos (algo mayores) (cuatro cuévanos era un cesto).
Pero, como a veces, subir el cesto lleno de uva al carro era trabajoso, se dejaban en el carro y allí mismo se iban llenando.
Para cortar los racimos usábamos los tranchetes, bien afilados y en forma de hoz, pero en pequeño, que facilitaba el corte del racimo mucho mejor que con la navaja, al tener mango.
Por lo general mezclábamos las distintas variedades de uva, independientemente de que fuera blanca o tinta.
Ya por la tarde, el carro lleno, había que bajar los cestos a la bodega.
En mi pueblo una casa de labradores sin bodega, “ni casa ni na.”, le faltaba algo fundamental.
Y es que el vino, como hoy las verduras forman parte de la dieta mediterránea, formaba parte, junto con los productos del cerdo, de la dieta habitual de una casa de labradores.
Para no mancharse la ropa, al cargar los cestos sobre las espaldas, nos colocábamos un saco, con los culos juntos, sobre la cabeza, lo que nos hacía unos penitentes vinícolas y, una vez abajo, depositábamos la uva, bien directamente en la cuba, bien en una superficie de cemento para pisarla (el pisadero).
Al principio, y ya de noche, la pisábamos descalzos, aunque luego nos picaban los pies. Después ya lo hacíamos con botas de goma, las que usábamos para la lluvia, las katiuskas.
El mosto iba cayendo a un pilón y de aquí, en herradas, a las cubas, a los cubetos o a las tinajas de barro, altas y redondas.
Para evitar trabajo, al final, tirábamos la uva desde la calle, por la zarcera, y que caía, directamente, al pisadero.
Naturalmente, las cubas, cubetos y tinajas, previamente habían tenido que ser lavados, requetelavados (no sé cuántas aguas) y desinfectados.
La desinfección se hacía dejando colgada unas barras de azufre y que, una vez encendidas, se tapaba herméticamente el recipiente, para que nada se escapara. Olía a rayos. Pero una vez desinfectada, iba llenándose de mosto o de la madre (resto de la uva pisada).
Se les dejaba “cocer” (la fermentación), con sus burbujas y, pasados unos días, se tapaba la boca con ladrillos y barro. Como no quedara bien tapado, vinagre seguro al poco tiempo.
Los huesos de los jamones se los metía con “la madre”, que los deshacía, para “coger sabor” –decíamos.
A veces, en los cubetos, a la madre se le añadía bastante agua. De ahí salía el agua-cuba, un vino muy rebajado y que, aunque tomaras bastante, no te “colocaba”.
Lo peligroso era bajar a la bodega cuando estaba fermentando, pues la ausencia de oxígeno provocaba la muerte. Una “muerte dulce”, es verdad, pero “muerte”, no subías ya de la bodega.
Era por eso por lo que mi abuela, que era la que más veces bajaba y subía la jarra llena, en vez de linterna, incluso cuando ya habíamos instalado la luz, bajaba con un candil, de mecha y aceite, y si éste se apagaba, corriendo para arriba.
Bajaba, después de la fermentación, a oscuras, con el tacto y el oído muy desarrollados (no así con la vista –como ya he indicado en otro lugar), iba directa a la cuba, abría la espita, la jarra debajo y por el sonido del vino, al caer en la carra, sabía cómo de llena estaba la jarra.
Por no recorrer tanta distancia bodeguera, nada más bajar los ocho escalones (lo demás era pendiente de tierra presionada) se cavó, en una de las paredes, el “descanso”, una bodeguita pequeña, en la que cabían sólo un cubeto y dos o tres tinajas.
Mi abuela no podía vivir sin sus guindillas picantes, a las que mordía poco a poco e, inmediatamente, sus tragos de vino o de agua cuba. Yo creo que bebía más que comía, pero nunca, jamás, la vi borracha, ni mareada.
Lo que era una lata era bajar agua caliente para lavar las cubas y, luego, subir el agua sucia, tras haber pasado, refregando, con el cepillo de raíces.
La bodega de mi casa (a la que ya no bajo desde hace unos años) era una bodega especial. Naturalmente excavada en la tierra y debajo de la vivienda. En un principio era un cañón todo recto e inclinado. La entrada era por el corral pero, como más de una vez, le robaron el vino a mi abuelo, éste decidió hacerle la entrada desde dentro de la casa, por lo que tiene forma de herradura, tendrá 50 o 60 metros de longitud y unos 15 metros de altura o profundidad.
Como al tener forma de herradura y pasar cerca del pozo de agua, del corral, mi padre cavó un pequeño túnel, de no más de tres metros de largo.
Cuando había que bajar agua a la bodega, una persona desde el corral, echaba la soga y la herrada al pozo y cuando, subía, al llegar a la altura del pequeño túnel gritaba: “ya”, paraba, cogíamos la herrada y la íbamos depositando en otros cubos, ya no tan lejos del final de la bodega.
Había/hay (supongo que seguirá habiendo) si no se ha desvencijado ya, una cuba de 200 cántaros, grande, por la que se podía andar de pie dentro de ella, otra de 90 cántaros y varios toneles y tinajas.
A veces, cuando había una buena cosecha, mi padre vendía parte de ella. Venían los camiones de La Rioja y de Toro, con la caja cubierta de lona y, tras pesar los cestos, se depositaba en ellos.
La picardía estaba presente, pues en la uva para vender, más de uno, metía tantas piedrecitas pequeñas como uvas, pero tapadas por las capas superiores, en las que aparecía uva excepcional, y poder engañar al comprador. Si éste se daba cuenta y ponía el grito en el cielo y despotricaba contra el defraudador, éste, a veces, tras minimizar la faena, accedía a una rebaja del precio de la uva.
Así que mucho vino de Rioja o de Toro era de mi pueblo (supongo que también de Ribera de Duero, aunque éste no estuviese, entonces, tan promocionado como lo está ahora).
Pero, también, teníamos asegurado el postre de uvas hasta Navidades (nunca comprábamos para la Nochevieja, las teníamos nosotros).
Era la uva de mesa, la moscatel o de Jerez. Las conservábamos en el sobrado, encima del trigo, donde acababan de madurar.
Igualmente los melones todavía no maduros, al tener que arrancar el melonar, para arar el terreno.
El sobrado era un espectáculo entre frutería y panera.
Recuerdo, aún, que muchas noches, la gente necesitada acudía a mi casa para “comprar” una arroba de vino. Naturalmente, no pagaban al contado. Mi padre lo sabía. Y muchas veces me decía que demasiados problemas tenían ellos como para irle a cobrar la deuda contraída. Y era verdad.
Ya he dejado escrito que la parte norte del término municipal de mi pueblo pertenecía, por la composición de la tierra, a la comarca zamorana de la Tierra del vino, con centro en Toro, no lejos de mi pueblo, y al que acudo todos los veranos, cuando visito a mis padres, para disfrutar de la Colegiata y tomar un café Con el Duero a mis pies.
Mi padre cogió la costumbre de plantar una viña cada vez que le nacía un hijo, así que teníamos: el majuelo de Mari, “el del Palacio”, con dos guindos en el centro, el majuelo de Sito, el mío, “El Picón”, en el Camino de Villaescusa, un majuelo con mucho vicio pero no muy productivo y el majuelo de Juani, “el de Las Fuentes”, el que daba menos uva, pero la más dulce.
Cuando nació mi hermano José Luis mi padre debió pensar que ya eran suficientes tres viñas para las necesidades familiares, así que plantó dos pinares, pero negrales, el de la Cáñamas y el del Camino de la Fuente, que todos los años podábamos y con cuyas ramas calentábamos el horno de la “amasadura” semanal.
Era curiosa la forma de plantar las cepas.
Primero lo hacía con vides americanas, que agarraban muy pronto y que, en cuanto tomaban la forma de cepa, las cortaba a cercen y las injertaba de uva albillo, o malvasía, o tinta Toledo, o tinta Madrid, o verdejo, o canarroyo,…aunque siempre dejaba alguna “americana” o “productora”, una uva tinta, de racimos pequeños, y que era un coñazo vendimiarla.
A mi padre le gustaba la variedad.
La primera labor era “descubrir” las cepas. Cavar a su alrededor, “para que respirara la cepa”, como si fuera a ser regada.
Al poco tiempo arar la viña, que ya se tapaba lo descubierto, pero que, para poder hacerlo, había que usar un yugo especial, ya que el timón del arado no podía estar en su mitad, así que el buey más fuerte se llevaba mayor trabajo.
A pesar de que había podadores profesionales mi padre aprendió y me enseñaba cómo debían cortarse los sarmientos que ya habían producido, pero no desde la cepa misma, sino dejando unos dos o tres “botones”, de donde saldrían los futuros sarmientos. Eso sí, cortar, siempre un poco por encima (y no por debajo) del botón.
La manera de injertar era cortando a cercen la cepa, a unos 30 centímetros del suelo, con un cuchillo y un martillo se rajaba por la mitad, haciendo una hendidura, y por ahí se metía una púa, afinada con la navaja, le daba unos golpes hasta que quedara bien encajada y, luego, se apretaba fuertemente para que la savia de la cepa nutriera la púa introducida.
La vendimia, en mi pueblo, con menos sol que en mi Andalucía, se hacía en el mes de Septiembre, a pesar del refrán que siempre se repetía: “por Santiago y Santa Ana tintan las uvas, y por Nuestra Señora de Agosto ya están maduras”. En mi pueblo ni tintaban en Julio ni maduraban en Agosto, siempre venían con retraso.
Para vendimiar llevábamos el carro cargado de cestos, de mimbre y alargados, altos, que, a veces, los ubicábamos en distintas partes del majuelo y en el que íbamos vaciando las canastas (pequeñas) y los cuévanos (algo mayores) (cuatro cuévanos era un cesto).
Pero, como a veces, subir el cesto lleno de uva al carro era trabajoso, se dejaban en el carro y allí mismo se iban llenando.
Para cortar los racimos usábamos los tranchetes, bien afilados y en forma de hoz, pero en pequeño, que facilitaba el corte del racimo mucho mejor que con la navaja, al tener mango.
Por lo general mezclábamos las distintas variedades de uva, independientemente de que fuera blanca o tinta.
Ya por la tarde, el carro lleno, había que bajar los cestos a la bodega.
En mi pueblo una casa de labradores sin bodega, “ni casa ni na.”, le faltaba algo fundamental.
Y es que el vino, como hoy las verduras forman parte de la dieta mediterránea, formaba parte, junto con los productos del cerdo, de la dieta habitual de una casa de labradores.
Para no mancharse la ropa, al cargar los cestos sobre las espaldas, nos colocábamos un saco, con los culos juntos, sobre la cabeza, lo que nos hacía unos penitentes vinícolas y, una vez abajo, depositábamos la uva, bien directamente en la cuba, bien en una superficie de cemento para pisarla (el pisadero).
Al principio, y ya de noche, la pisábamos descalzos, aunque luego nos picaban los pies. Después ya lo hacíamos con botas de goma, las que usábamos para la lluvia, las katiuskas.
El mosto iba cayendo a un pilón y de aquí, en herradas, a las cubas, a los cubetos o a las tinajas de barro, altas y redondas.
Para evitar trabajo, al final, tirábamos la uva desde la calle, por la zarcera, y que caía, directamente, al pisadero.
Naturalmente, las cubas, cubetos y tinajas, previamente habían tenido que ser lavados, requetelavados (no sé cuántas aguas) y desinfectados.
La desinfección se hacía dejando colgada unas barras de azufre y que, una vez encendidas, se tapaba herméticamente el recipiente, para que nada se escapara. Olía a rayos. Pero una vez desinfectada, iba llenándose de mosto o de la madre (resto de la uva pisada).
Se les dejaba “cocer” (la fermentación), con sus burbujas y, pasados unos días, se tapaba la boca con ladrillos y barro. Como no quedara bien tapado, vinagre seguro al poco tiempo.
Los huesos de los jamones se los metía con “la madre”, que los deshacía, para “coger sabor” –decíamos.
A veces, en los cubetos, a la madre se le añadía bastante agua. De ahí salía el agua-cuba, un vino muy rebajado y que, aunque tomaras bastante, no te “colocaba”.
Lo peligroso era bajar a la bodega cuando estaba fermentando, pues la ausencia de oxígeno provocaba la muerte. Una “muerte dulce”, es verdad, pero “muerte”, no subías ya de la bodega.
Era por eso por lo que mi abuela, que era la que más veces bajaba y subía la jarra llena, en vez de linterna, incluso cuando ya habíamos instalado la luz, bajaba con un candil, de mecha y aceite, y si éste se apagaba, corriendo para arriba.
Bajaba, después de la fermentación, a oscuras, con el tacto y el oído muy desarrollados (no así con la vista –como ya he indicado en otro lugar), iba directa a la cuba, abría la espita, la jarra debajo y por el sonido del vino, al caer en la carra, sabía cómo de llena estaba la jarra.
Por no recorrer tanta distancia bodeguera, nada más bajar los ocho escalones (lo demás era pendiente de tierra presionada) se cavó, en una de las paredes, el “descanso”, una bodeguita pequeña, en la que cabían sólo un cubeto y dos o tres tinajas.
Mi abuela no podía vivir sin sus guindillas picantes, a las que mordía poco a poco e, inmediatamente, sus tragos de vino o de agua cuba. Yo creo que bebía más que comía, pero nunca, jamás, la vi borracha, ni mareada.
Lo que era una lata era bajar agua caliente para lavar las cubas y, luego, subir el agua sucia, tras haber pasado, refregando, con el cepillo de raíces.
La bodega de mi casa (a la que ya no bajo desde hace unos años) era una bodega especial. Naturalmente excavada en la tierra y debajo de la vivienda. En un principio era un cañón todo recto e inclinado. La entrada era por el corral pero, como más de una vez, le robaron el vino a mi abuelo, éste decidió hacerle la entrada desde dentro de la casa, por lo que tiene forma de herradura, tendrá 50 o 60 metros de longitud y unos 15 metros de altura o profundidad.
Como al tener forma de herradura y pasar cerca del pozo de agua, del corral, mi padre cavó un pequeño túnel, de no más de tres metros de largo.
Cuando había que bajar agua a la bodega, una persona desde el corral, echaba la soga y la herrada al pozo y cuando, subía, al llegar a la altura del pequeño túnel gritaba: “ya”, paraba, cogíamos la herrada y la íbamos depositando en otros cubos, ya no tan lejos del final de la bodega.
Había/hay (supongo que seguirá habiendo) si no se ha desvencijado ya, una cuba de 200 cántaros, grande, por la que se podía andar de pie dentro de ella, otra de 90 cántaros y varios toneles y tinajas.
A veces, cuando había una buena cosecha, mi padre vendía parte de ella. Venían los camiones de La Rioja y de Toro, con la caja cubierta de lona y, tras pesar los cestos, se depositaba en ellos.
La picardía estaba presente, pues en la uva para vender, más de uno, metía tantas piedrecitas pequeñas como uvas, pero tapadas por las capas superiores, en las que aparecía uva excepcional, y poder engañar al comprador. Si éste se daba cuenta y ponía el grito en el cielo y despotricaba contra el defraudador, éste, a veces, tras minimizar la faena, accedía a una rebaja del precio de la uva.
Así que mucho vino de Rioja o de Toro era de mi pueblo (supongo que también de Ribera de Duero, aunque éste no estuviese, entonces, tan promocionado como lo está ahora).
Pero, también, teníamos asegurado el postre de uvas hasta Navidades (nunca comprábamos para la Nochevieja, las teníamos nosotros).
Era la uva de mesa, la moscatel o de Jerez. Las conservábamos en el sobrado, encima del trigo, donde acababan de madurar.
Igualmente los melones todavía no maduros, al tener que arrancar el melonar, para arar el terreno.
El sobrado era un espectáculo entre frutería y panera.
Recuerdo, aún, que muchas noches, la gente necesitada acudía a mi casa para “comprar” una arroba de vino. Naturalmente, no pagaban al contado. Mi padre lo sabía. Y muchas veces me decía que demasiados problemas tenían ellos como para irle a cobrar la deuda contraída. Y era verdad.