FAENAS AGRÍCOLAS: EL ACARREO
No podía salirse del pueblo antes de las tres de la mañana para ir a acarrear. Existía el “peligro” de que, amparados en la oscuridad, alguien pudiera robas haces del vecino.
Era la hora en que el Sr. Román, el alguacil, daba los tres toques de campana.
Allí estábamos, esperando, en fila, los carros con sus baluartes, de más capacidad (los estacones habían, ya, quedado anticuados).
Mi padre me había preparado la cama en el carro (unos sacos de paja, a medio llenar, que me servían de colchón), una sayaguesa encima de los sacos y que me libraba de los pinchazos de las pajas y otra encima para taparme.
Aquellos bueyes armuñeses, potentes pero muy lentos, camino adelante hasta llegar a la tierra segada, de noche aún, y empezar a cargar el carro.
Yo, pequeñajo, apenas podía mover los haces, así que mi padre, desde abajo, con la horca de dos o tres garfios, iba ayudándome y aconsejándome.
¿Cómo iba, yo, a apretar los haces con el peso de niño?
Y cuando los haces estaban atados con pan, ¡menos mal ¡porque eran pequeños, pero cuando estaban atados con lías…
Yo no me explico cómo mi padre no se quebró más de una vez.
“Atar con pan” era toda una técnica.
Consistía en sacar del futuro haz, resultado de haber juntado varias gavillas, un manojo de espigas. Dividirlo en dos partes. Las cabezas de una parte se envolvían, con medio nudo, con los culos de la otra parte. Se metía por debajo del haz y, de nuevo, las cabezas eran rodeadas con los culos de las otras.
El problema era cuando estaban muy secas, que se tronchaban y era casi imposible atar “a pan”.
Al principio, en mi casa, también se ataba con “vencejo”. Se segaba el centeno, cuya caña es más larga y más delgada, se peinaba, en manadas, con los dientes de un bieldo, para desperdiciar las cortas, y se unían, por las cabezas, con nudos.
Luego, al extender el bálago, con una hoz se los cortaba, pero en vez de dejarlos en la parva, como “el pan”, al ser distinto el grano, se los recogía, se les quitaban las cabezas, y las pajas servían para chamuscar los cerdos, en la matanza.
Pero la “lía”, más cómoda, y multiusable, los desterró.
Los segadores, cada vez más, exigían “atar a lía”, que podía ser trenzada o sólo retorcida.
Y como con lía se podía apretar más los haces, éstos eran grandes, pesados, y echarlos al carro costaba esfuerzo.
El baluarte era un armazón de cuatro palos altos, sujetos con tornillos a la caja del carro, unidos por arriba, para que no se separaran y con redes a los lados y por delante.
Había que cargarlo bien para que cupieran más haces, dejando sobresalir de las redes casi la mitad del haz y apretarlos fuertemente, aunque mi fuerza infantil no era/no podía ser mucha, así que mi padre, desde abajo y, más de una vez subiéndose, me ayudaba o lo hacía.
Por encima de los palos del baluarte se ponía una, dos, incluso, a veces, tres hileras de haces (sobre todo cuando era para terminar el acarreo de esa tierra y no tener que volver).
Luego había que bajarse y esto, a veces, era complicado, porque no se veía el baluarte, en el que apoyarte para, posteriormente, descender agarrado a la red.
Recuerdo en la Tierra Grande, con tres vueltas o hileras por encima del baluarte, imposible bajar.
Así que mi padre me dice que me lance al vacío y que el me recoge, en el aire, como Casillas ataja un balón por arriba antes de que entre en portería y a mí antes de llegar al suelo.
Y así lo hicimos. Jamás se me olvidará.
En el camino de vuelta, el triquiteo/traqueteo del camino hacía que, a veces, el “carro pariera”. Era el mayor desdoro y vergüenza para el que lo había cargado.
Llegado el carro a la era o bien se desparramaban ya los haces, si iban a ser trillados inmediatamente o bien, lo más normal, hacinarlos, bien colocados, en los iscales, bien colocados, con las cabezas hacia dentro, escondidas, por si acaso llovía, para que estuvieran resguardadas, de donde irían sacándose, una persona arriba, lanzándolos, otra extendiéndolos en el solero, otro desliando o cortando el pan y, después, desgavillándolos, para ser trillados.
Una vez desparramados los haces con una hoz (si habían sido atados “con pan”) se cortaban o se les quitaba la lía, que iban almacenándose por el nudo más gordo y que serían llevadas a los segadores para ser usadas de nuevo.
Más de una vez se nos cayó el carro cargado. La técnica para levantarlo era quitar el sobeo, atarlo al yugo de los bueyes y al carro, poner a los bueyes mirando hacia atrás, hacia el carro y, dándole en los morros, tiraban y tiraban, hasta que se levantaba el carro,
Era, pues, peligroso caminar junto al carro, sobre todo en los baches que los regatos formaban en los caminos de pasar una y otra vez un carro y otro carro.
Cuando se acababa el acarreo se desmontaba el baluarte, se guardaba en el corral y se preparaba el carro para meter la paja, con tablones altos a los lados y redes delante y detrás.
P. D. Era una imagen habitual ver a las espigadoras recogiendo espigas tras el carro, a medida que se levantaban los haces, hacían “gallos” y, llegado el momento, con ya casi un haz, en la casa lo destitaban, para echárselo a las gallinas.
Pero lo que las espigadoras más estimaban era cuando lo que se acarreaba eran los garbanzos (el “rebusco”) que, como el tiempo estuviera muy caluroso, muchas vainas caían al suelo y que recogían satisfechas, para asegurar los cocidos.
No podía salirse del pueblo antes de las tres de la mañana para ir a acarrear. Existía el “peligro” de que, amparados en la oscuridad, alguien pudiera robas haces del vecino.
Era la hora en que el Sr. Román, el alguacil, daba los tres toques de campana.
Allí estábamos, esperando, en fila, los carros con sus baluartes, de más capacidad (los estacones habían, ya, quedado anticuados).
Mi padre me había preparado la cama en el carro (unos sacos de paja, a medio llenar, que me servían de colchón), una sayaguesa encima de los sacos y que me libraba de los pinchazos de las pajas y otra encima para taparme.
Aquellos bueyes armuñeses, potentes pero muy lentos, camino adelante hasta llegar a la tierra segada, de noche aún, y empezar a cargar el carro.
Yo, pequeñajo, apenas podía mover los haces, así que mi padre, desde abajo, con la horca de dos o tres garfios, iba ayudándome y aconsejándome.
¿Cómo iba, yo, a apretar los haces con el peso de niño?
Y cuando los haces estaban atados con pan, ¡menos mal ¡porque eran pequeños, pero cuando estaban atados con lías…
Yo no me explico cómo mi padre no se quebró más de una vez.
“Atar con pan” era toda una técnica.
Consistía en sacar del futuro haz, resultado de haber juntado varias gavillas, un manojo de espigas. Dividirlo en dos partes. Las cabezas de una parte se envolvían, con medio nudo, con los culos de la otra parte. Se metía por debajo del haz y, de nuevo, las cabezas eran rodeadas con los culos de las otras.
El problema era cuando estaban muy secas, que se tronchaban y era casi imposible atar “a pan”.
Al principio, en mi casa, también se ataba con “vencejo”. Se segaba el centeno, cuya caña es más larga y más delgada, se peinaba, en manadas, con los dientes de un bieldo, para desperdiciar las cortas, y se unían, por las cabezas, con nudos.
Luego, al extender el bálago, con una hoz se los cortaba, pero en vez de dejarlos en la parva, como “el pan”, al ser distinto el grano, se los recogía, se les quitaban las cabezas, y las pajas servían para chamuscar los cerdos, en la matanza.
Pero la “lía”, más cómoda, y multiusable, los desterró.
Los segadores, cada vez más, exigían “atar a lía”, que podía ser trenzada o sólo retorcida.
Y como con lía se podía apretar más los haces, éstos eran grandes, pesados, y echarlos al carro costaba esfuerzo.
El baluarte era un armazón de cuatro palos altos, sujetos con tornillos a la caja del carro, unidos por arriba, para que no se separaran y con redes a los lados y por delante.
Había que cargarlo bien para que cupieran más haces, dejando sobresalir de las redes casi la mitad del haz y apretarlos fuertemente, aunque mi fuerza infantil no era/no podía ser mucha, así que mi padre, desde abajo y, más de una vez subiéndose, me ayudaba o lo hacía.
Por encima de los palos del baluarte se ponía una, dos, incluso, a veces, tres hileras de haces (sobre todo cuando era para terminar el acarreo de esa tierra y no tener que volver).
Luego había que bajarse y esto, a veces, era complicado, porque no se veía el baluarte, en el que apoyarte para, posteriormente, descender agarrado a la red.
Recuerdo en la Tierra Grande, con tres vueltas o hileras por encima del baluarte, imposible bajar.
Así que mi padre me dice que me lance al vacío y que el me recoge, en el aire, como Casillas ataja un balón por arriba antes de que entre en portería y a mí antes de llegar al suelo.
Y así lo hicimos. Jamás se me olvidará.
En el camino de vuelta, el triquiteo/traqueteo del camino hacía que, a veces, el “carro pariera”. Era el mayor desdoro y vergüenza para el que lo había cargado.
Llegado el carro a la era o bien se desparramaban ya los haces, si iban a ser trillados inmediatamente o bien, lo más normal, hacinarlos, bien colocados, en los iscales, bien colocados, con las cabezas hacia dentro, escondidas, por si acaso llovía, para que estuvieran resguardadas, de donde irían sacándose, una persona arriba, lanzándolos, otra extendiéndolos en el solero, otro desliando o cortando el pan y, después, desgavillándolos, para ser trillados.
Una vez desparramados los haces con una hoz (si habían sido atados “con pan”) se cortaban o se les quitaba la lía, que iban almacenándose por el nudo más gordo y que serían llevadas a los segadores para ser usadas de nuevo.
Más de una vez se nos cayó el carro cargado. La técnica para levantarlo era quitar el sobeo, atarlo al yugo de los bueyes y al carro, poner a los bueyes mirando hacia atrás, hacia el carro y, dándole en los morros, tiraban y tiraban, hasta que se levantaba el carro,
Era, pues, peligroso caminar junto al carro, sobre todo en los baches que los regatos formaban en los caminos de pasar una y otra vez un carro y otro carro.
Cuando se acababa el acarreo se desmontaba el baluarte, se guardaba en el corral y se preparaba el carro para meter la paja, con tablones altos a los lados y redes delante y detrás.
P. D. Era una imagen habitual ver a las espigadoras recogiendo espigas tras el carro, a medida que se levantaban los haces, hacían “gallos” y, llegado el momento, con ya casi un haz, en la casa lo destitaban, para echárselo a las gallinas.
Pero lo que las espigadoras más estimaban era cuando lo que se acarreaba eran los garbanzos (el “rebusco”) que, como el tiempo estuviera muy caluroso, muchas vainas caían al suelo y que recogían satisfechas, para asegurar los cocidos.