ALDEANUEVA DE FIGUEROA: LAS COMIDAS....

LAS COMIDAS.

En mi casa la palabra “desayuno” sonaba algo cursi, como de capital. Se llamaba “almuerzo” y era nada más levantarse de la cama y poco antes de ir a la escuela.
Mi abuela María (la triple “M” = María Morales Martín), que era tuerta del ojo izquierdo, debido a un espigazo, se levantaba antes que los gallos cantaran (yo decía que era la que despertaba a los gallos), iba al corral y traía unos cuantos rachizos y paja, ponía a calentar agua en un gran puchero (una “puchera”) de barro vidriado y comenzaba a pelar patatas cuyo final coincidía con el agua hirviendo. Sal, laurel y todas las patatas dentro. Cuando ya estaban cocidas las “componía” (labor consistente en echar unos ajos picados y pimentón picante en una sartén con un poco de manteca (poco aceite se usaba en mi casa) y añadírselas a la “puchera”.
“Patatas colorás”.
Ese era el primer plato de la mañana, de cuchara, alternando día sí día no con sopa de ajo con pan migado, su pimentón y sus huevos batidos añadidos, que salían en forma de hebras.
De segundo plato, ya de tenedor y cuchillo, solía ser casi siempre igual: un buen torrezno, un trozo de morcilla y “farinato”.
(Quien no sea salmantino o de alrededores no sabrá lo que es y al que los de Fuentesaúco lo llamaban “pan preso”. Yo, casi todos los años, mi hermana me regala un par de ellos que, como entre mi gente no cuaja, me los voy comiendo poco a poco, mezclados con huevos fritos).

La segunda comida del día eran “tomar las 10”, por lo general un trozo de chorizo, de salchichón o de jamón, sobre una buena rebanada de pan, y cortado, poco a poco, con la navajilla.

La tercera era “la comida”. Muy abundante y fuerte. Lentejas, alubias (blancas o pintas), fréjoles (frijoles) madrileños o cocido.
El cocido era todo un monumento. Un buen plato de fideos, luego otro de garbanzos y, para terminar, trozos de tocino, de chorizo del cocido, oreja, rabo, carne de ternera, relleno (pan rallado emborrizado en unos huevos batidos y mucho perejil), sin faltar los consabidos huesos.
“Del cerdo, todo, hasta los andares” –dice el adagio. Se cumplía en mi casa. Excepto las cerdas (pelos), todo, pero todo-todo.

Para merendar, los chiquillos tomábamos pan con chorizo o, a veces, pan con chocolate, pero “chocolate Aniano”, negro, chocolate puro.

La cena (nadie lo diría), como la comida, pero no garbanzos. Todo lo demás sí.

En mi casa, como en casi todas, había siempre una cabra o dos, pero la leche íbamos almacenándola hasta el domingo.
Una cazuela enorme, de café con leche, con mucha azúcar y mucho pan migado, en el centro de la mesa y, cuchara en ristre, sin paso atrás, íbamos llenando y tragando.
Cuando paría alguna vaca la ordeñábamos y sacábamos los calostros (“bocatto di Cardinale”)

Jamás se desperdiciaba el pan. Mi abuela iba migándolo y guardándolo en fardeles, para cuando hubiera sopa para comer, o el café con leche de los domingos o para hacer el “farinato” y las morcillas (se consideraba inconcebible hacer morcillas de arroz).

Sabores caseros que es imposible olvidar y que vienen a mi mente (aunque una noche, ya casado, se me ocurrió cenar “a la antigua” y anduve toda la noche, caminando de un lado para otro, para bajar la comida. Imposible hacer la digestión).

Mi abuela, que apenas sabía poner su nombre, para firmar, agarrada (más bien tacaña), que compraba la mitad de medio cuarto de galletas, obsesionada por cuánto dinero sacábamos de trigo, de cebada, de avena,…y que cuando le decía que 42 fanegas de cebada, a 34 kilos la fanega y que, en Gomecello la pagaban a 3,04 pesetas el kilo, cuando se acostaba, y por “la cuenta la vieja” (y nunca mejor dicho) cuando me levantaba me decía, son 868 duros y sobran 1 peseta y unos céntimos. Lo apuntaba, hacía las multiplicaciones y la división y comprobaba que estaba en lo cierto.
Nunca la vi borracha, pero no podía vivir sin la jarra de vino.
Nunca comía en la mesa con nosotros, siempre en el lado derecho de la lumbre, en una silla baja de anea, cerca del basar donde tenía la jarra.
Le encantaba morder una guindilla picante y, con el muerdo, el trago de vino correspondiente.
Bajaba a oscuras a la bodega, abría la espita de la cuba grande y llenaba la jarra (me recordaba al ciego del Lazarillo).
Sólo cuando estaba el vino fermentando bajaba con una vela en el farol y, en cuanto la vela se apagaba, detectaba el peligro, y subía corriendo escaleras arriba (lo de “correr” es un decir).

El vino.