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ALDEANUEVA DE FIGUEROA: RECUERDO:...

RECUERDO:

Que “estar morena” era un signo de pueblerina, de cateta, de pertenencia a una baja clase social que tiene que estar trabajando en el campo, en pleno calor.
A los varones, eso siempre les ha dado igual. Con el sombrero de paja les bastaba.
Pero ¿las mujeres?
Pañuelo en la cabeza de la que sólo se veían los ojos y un sombrero bien encasquetado. Camisa de manga larga y, además, unos manguitos que le cubrían las manos y que la manopla llevaba, por abajo, unas presillas en las que se encajaban los dedos, para que no se dieran la vuelta y dejaran al descubierto parte alguna de las manos. Unos pantalones, viejos, que pertenecieron al marido y que, al atar los haces, iban dejándose acariciar por los rotos de las rodilleras.
No era el burka pero tampoco era el hijab, sino el niqab de la vestimenta actual de la mujer árabe-musulmana.

De las primeras mujeres que yo vi con pantalones, con un peto de color azul, fueron mis hermanas cuando tenían que ir a cargar los carros en el acarreo.

Hoy casi sería considerado “maltrato infantil” el trabajo que hacíamos de niños, aunque era sólo para ayuda familiar, pero nadie podía escaquearse de echar una mano.
Era cuando un niño venía con un pan debajo del brazo, y como había tanta hambre y se necesitaban tantos panes, las familias numerosas eran empresas laborales con ganancia (no por hacerles caso a los curas ni por motivos divinos). No como ahora, en que el niño viene con un cheque en blanco a pagar durante muchos años.
Era cuando dos brazos valían más que una boca.

RECUERDO

“Sacar la basura de los corrales” para llevarla al muladar.
Todos los días, por la mañana, en la primera postura de los bueyes, había que sacar las boñigas y la paja sucia, que se iba amontonando en el centro del corral. En Navidades, recuerdo, ayudar a mi padre a llevar el muladar del corral al muladar del camino de Villaescusa o camino de Villargura. Igualmente durante las vacaciones de Semana Santa.
Con horcas de hierro de seis garfios íbamos cargando el carro para llevarlo al muladar.
En pleno invierno, con las calles sin asfaltar, llenas de barro, las ruedas se clavaban en él. Menos mal que los bueyes, una vez hechas las roderas, profundas, iban sin salirse de ellas tirando del carro.
En el mes de Abril o Mayo, tras la Semana Santa, se tapaba el muladar con tierra, “para que cociera y fermentara”. Era el mejor abono natural. Y bien que lo notaban las tierras que eran estercadas (estercoladas).
Aunque en, Septiembre, antes de estercar (estercolar) había que traspalear el muladar.
Con un arpón (una horca curvada) se iba arrancando estiércol y, luego, con la horca, tras desterronar, iba echándose hacia atrás, lo que al día siguiente iría transportado a las tierras.
Iba dejándose en pequeños montones, a unos 20 metros uno del otro. De cada carro saldrían unos 20 montones.
Los carros tenían, en la parte trasera, un hueco por el que iba echándose el estiércol sin necesidad de sacarlo del carro.
El día antes de sembrar se desparramaba, intentando igualar la cantidad a lo ancho y largo de toda la tierra.

RECUERDO:

La siembra.

(Ya, en otro espacio, he dejado reflejado la manera de preparar la simiente (Véase Piedralipe y bobolina”).

Se cargaban en el burro dos medios costales, para que fueran bien equilibrados y no se cayeran.
Se cargaban los “sembradores” (un saco en el que unían, fuertemente, un culo del mismo con una parte de la boca), se los echaba al hombro y, a voleo, puñado tras puñado, de manera rítmica, coincidiendo (para los diestros) que el pie izquierdo diera el paso y el sembrador estuviera más levantado para, con la mano derecha, coger el puñado y echarlo a voleo.
En mi pueblo, antes de sembrar, se echaba “el mineral”, un abono, como cemento molido.
Era fundamental que el grano se repartiera por igual, de lo contario, cuando naciera, quedaría al descubierto la inexperiencia del sembrador, con partes muy pobladas y partes casi desiertas de mies, (los calveros).
Eran las “melgas”, cubriendo bien el final de ambas, al sembrar, sin dejar espacio sin grano entre ellas.
A continuación se iba tapando, para lo que el arado debía ir, exactamente, cortando el cerro por la mitad y desplazando ambas mitades a derecha e izquierda, formando los nuevos surcos, donde antes había valles. Así quedaba tapado lo sembrado.
El mal arador, al que le salían los surcos torcidos, se le decía, guasonamente, si estaba en complicidad con las liebres, facilitándoles sus camas, al abrigo de las curvas.
Durante el año había que aricarlo, al menos dos veces, pasando el arado por el valle, para matarle toda la broza posible para que no le quitara alimento al sembrado.
En la primavera se le echaba otro abono, el Nitrato de Chile o Nitrato de Cal, la “Cubierta”.
Y ya en el mes de Mayo, antes de segar, había que “escardar” y “cortar los cardos” (para no pincharse uno a la hora de segar. Se hacía con un palo, terminado en una horquilla, que sujetaba al cardo y, por debajo, se lo cortaba con la hoz, procurando no cortar, también, la mies, dejándolos tumbados en el valle, hasta la siega).
La “escarda” se hacía, sobre todo, en las lentejas, poco a poco, avanzando pausadamente por un cerro y arrancando todo lo que no era mata de lentejas, que luego se llevaba a casa para echárselo a los conejos o a las cabras.

RECUERDO

Cómo, al salir de la escuela, cogía la azuela y el sembrador y salía al campo a buscar comida para los conejos, sobre todo los jolios y los paniquesos, que eran lo que más le gustaba a los conejos.
Era normal que una coneja pariera 10 ó 12 conejos. Pero había que tener cuidado. Si tocabas las crías, la coneja podía, desde atacarte hasta abandonar a las crías y dejarlas morir.
Si, cogiendo para los conejos, en primavera encontrabas acideras, ternillos o cardillos ya tenías asegurada la ensalada para el día siguiente o cocido con los cardillos, una vez pelados éstos.
El Sr. Amancio, el guarda jurado, vigilaba para que no hiciéramos daño en los sembrados y nos aconsejaba recorrer por las lindes.

RECUERDO

También, cuando las gallinas se ponían “güeras” (cluecas). Con 12 ó 14 huevos debajo, empollándolos, en un cesto de paja y una ceranda (criba) por encima, para que no abandonara los huevos (¡qué asco de huevos los abandonados a medio empollar ¡), con un cacharro de agua y otro de comida, al alcance de su pico, para que no se moviera del sitio.
Y ¡qué espectáculo ver cómo rompían los cascarones y salían de ellos los pollitos ¡
No hay animal más tierno que un pollito a las dos horas de llegar al mundo.
El peligro era cuando querías coger uno de ellos y la gallina te veía. Picotazo seguro.
Y ¡qué espectáculo ver a la gallina, por la calle o por el corral, con toda la manada detrás y su sonsonete de pío-pío-pío y picoteando todo lo que veían comestible.
Como un gato o un águila se pusiera a la vista de la gallina, el ataque al gato y la huida del águila, con toda la manada detrás, era algo instantáneo.
Lo ideal para mi familia era que todos “ellos” fueran “ellas”, (que los pollitos fueran pollitas, futuras gallinas), porque un gallo es suficiente para muchas gallinas, pero las gallinas son las que ponen los huevos y, además, cuando se hacen viejas, pueden comerse, en la paella o en arroz caldoso de los domingos o fiestas de guardar.
Los pollitos, si se podía, se vendían y los granjeros, enjaulándolos, los cebaban para, luego, venderlos para carne.
Mi madre, al final, aprendió a “capar” (castrar) los gallos, con una operación que me recordaba la del apendicitis de los humanos.
Un callo capado (“un capón”) (“mariquita” – les decíamos) se hacía enorme de grande, pero muy peligroso. En cuanto te veía te atacaba lanzándose contra tus piernas con sus espolones. Sobre todo para un niño era muy peligroso.
Nosotros, nada más abrir el corral, teníamos un palo que, instintivamente, lo cogíamos y lo espantábamos y/o nos defendíamos.
Un capón tenía el cuerpo de un pavo, con unos muslos y una pechuga...