RECUERDO EL HORNO.
Aunque existía una panadería en el pueblo que (cosa curiosa) cuando ibas a buscar un pan no pagabas al contado sino que se llevaba un palo cuadrado, con un sello de la panadería, y cada pan que te daban le hacían, con el cuchillo, una muesca al palo. Al final, tantas muescas, tantos panes (a nadie se le ocurriría hacer más muescas de la cuenta, a no ser al panadero)
Pero en mi casa se amasaba cada semana, los viernes.
Así que el jueves por la tarde preguntaba entre los vecinos quién tenía en hurmiento y, una vez en casa, en una artesa con harina blanquísima, más agua caliente, sal y el hurmiento a pedazos comenzaba la amasadura, con los puños cerrados, mi abuela y mi madre, de rodillas, mano a mano, apretar y apretar, darle la vuelta y darle la vuelta hasta que terminaba la operación.
Ya en la mesa se hacían los panes, grandes. En mi casa eran seis, uno para cada día de la semana, más dos tortas para comerlas recientes y los hornazos de los chiquillos, la merienda de los viernes, colorados por el chorizo que llevaba dentro, más tocino y un poco de jamón.
Sin olvidarse de las tortas fritas del desayuno.
Se ponían los panes, una vez rayados con el cuchillo, en una tabla y se le echaba por encima una sábana, dejándolos reposar, para que se pusieran yelmos, hasta la mañana siguiente, la del viernes.
Lo primero era ir al corral y traer el pino, de la poda de los dos pinares, y meterlo en el horno, con pinaca por abajo, para poder encenderlo mejor.
Tres eran los instrumentos que se usaban en el horno:
.- Un varal acoplado a un hierro doblado en ángulo recto y que servía tanto para atizar el fuego como para removerlo por todo el horno, para que se calentara por igual.
.- Un varal acoplado a una pala de madera, con la punta afilada o rebajada y que servía tanto para ir introduciendo los panes como, al final, para sacarlos del horno.
.- Un varal acoplado a medio saco liado, una especie de fregona gigante, y que se utilizaba para limpiar de ceniza el suelo del horno y poder poner los panes en limpio.
Pero el que amasaba tenía la obligación, no escrita, de guardar el hurmiento para el siguiente vecino que amasara.
No importaba que sobrase pan. Estaba el perro, las gallinas, los cerdos y, en fechas cercanas a la matanza, irlo migando, en forma de viruta, para los futuros farinatos y las morcillas.
RECUERDO, cómo no, la chanfaina. Mi madre me la ha seguido preparando cada año que voy a visitarla, a base de arroz, callos, sangre cocida y mucho comino.
Creo que quien no sea salmantino o, al menos castellano, no ha paladeado ni la chanfaina (que, hoy, incluso te dan un tape cuando compras un pollo asado, pero que nada tiene que ver con la chanfaina de mi madre) ni el farinato.
RECUERDO los meses de Septiembre, una vez recogida y barrida la era, cuando además de traspalear el muladar y estercar (estercolar), se dedicaba, recorriendo las lindes, que ya estaban localizadas, a la recogida de ajunjeras, (para barrer la era, para abalear los muelos y para chamuscar los cerdos de la matanza), cabezudo (para barrer la calle y los pasillos de la parte trasera de la casa, por donde entraban los animales), el abaleo (para escobas finas) y lo que no se como se llamaba pero que nosotros lo denominábamos “escobillas”, para limpiar el polvo y quitar las telarañas.
En pleno invierno, rodeados de nieve, cuando no se podía salir al campo, es cuando se aprovechaba para atar las escobas y hacer los orejeros del arado romano.
Se ataban las escobas y los escobones bien con alambre que, al final se retorcían las puntas con la tenaza o los alicates, bien con cuerda, con una técnica que aprendí de mi padre y que quien la ve queda alucinado, sin hacer nudo alguno.
Se colgaban, luego, en el pajar hasta que fueran haciendo falda.
RECUERDO cómo una de las mayores deshonras de un labrador era que el carro, al andar por los caminos, fuera chirriando.
Y no se le echaba tres en uno sino que se denominaba “untar el carro”.
Se calzaba, por delante y por detrás, la rueda contraria, para que no se moviera y se levantaba la rueda a untar con el “levantacarros”, una palanca con dos palos irregulares y a distinta altura, que mi padre fabricaba, y que apoyando en el suelo y en el carro, se levantaba éste, empujando el palo no apoyado en el suelo.
Se sacaba la rueda del buje y se les untaba a ambos, el buje por fuera y a la rueda por dentro. Y se untaba con tiras de tocino rancio, con manteca o grasa ya un tanto deterioradas.
Volvías a meter la rueda, y la clavija para que no se saliera. Le dabas vueltas a la rueda, levantada, y daba gusto ver cómo giraba, tan de prisa y sin chillido.
Aunque existía una panadería en el pueblo que (cosa curiosa) cuando ibas a buscar un pan no pagabas al contado sino que se llevaba un palo cuadrado, con un sello de la panadería, y cada pan que te daban le hacían, con el cuchillo, una muesca al palo. Al final, tantas muescas, tantos panes (a nadie se le ocurriría hacer más muescas de la cuenta, a no ser al panadero)
Pero en mi casa se amasaba cada semana, los viernes.
Así que el jueves por la tarde preguntaba entre los vecinos quién tenía en hurmiento y, una vez en casa, en una artesa con harina blanquísima, más agua caliente, sal y el hurmiento a pedazos comenzaba la amasadura, con los puños cerrados, mi abuela y mi madre, de rodillas, mano a mano, apretar y apretar, darle la vuelta y darle la vuelta hasta que terminaba la operación.
Ya en la mesa se hacían los panes, grandes. En mi casa eran seis, uno para cada día de la semana, más dos tortas para comerlas recientes y los hornazos de los chiquillos, la merienda de los viernes, colorados por el chorizo que llevaba dentro, más tocino y un poco de jamón.
Sin olvidarse de las tortas fritas del desayuno.
Se ponían los panes, una vez rayados con el cuchillo, en una tabla y se le echaba por encima una sábana, dejándolos reposar, para que se pusieran yelmos, hasta la mañana siguiente, la del viernes.
Lo primero era ir al corral y traer el pino, de la poda de los dos pinares, y meterlo en el horno, con pinaca por abajo, para poder encenderlo mejor.
Tres eran los instrumentos que se usaban en el horno:
.- Un varal acoplado a un hierro doblado en ángulo recto y que servía tanto para atizar el fuego como para removerlo por todo el horno, para que se calentara por igual.
.- Un varal acoplado a una pala de madera, con la punta afilada o rebajada y que servía tanto para ir introduciendo los panes como, al final, para sacarlos del horno.
.- Un varal acoplado a medio saco liado, una especie de fregona gigante, y que se utilizaba para limpiar de ceniza el suelo del horno y poder poner los panes en limpio.
Pero el que amasaba tenía la obligación, no escrita, de guardar el hurmiento para el siguiente vecino que amasara.
No importaba que sobrase pan. Estaba el perro, las gallinas, los cerdos y, en fechas cercanas a la matanza, irlo migando, en forma de viruta, para los futuros farinatos y las morcillas.
RECUERDO, cómo no, la chanfaina. Mi madre me la ha seguido preparando cada año que voy a visitarla, a base de arroz, callos, sangre cocida y mucho comino.
Creo que quien no sea salmantino o, al menos castellano, no ha paladeado ni la chanfaina (que, hoy, incluso te dan un tape cuando compras un pollo asado, pero que nada tiene que ver con la chanfaina de mi madre) ni el farinato.
RECUERDO los meses de Septiembre, una vez recogida y barrida la era, cuando además de traspalear el muladar y estercar (estercolar), se dedicaba, recorriendo las lindes, que ya estaban localizadas, a la recogida de ajunjeras, (para barrer la era, para abalear los muelos y para chamuscar los cerdos de la matanza), cabezudo (para barrer la calle y los pasillos de la parte trasera de la casa, por donde entraban los animales), el abaleo (para escobas finas) y lo que no se como se llamaba pero que nosotros lo denominábamos “escobillas”, para limpiar el polvo y quitar las telarañas.
En pleno invierno, rodeados de nieve, cuando no se podía salir al campo, es cuando se aprovechaba para atar las escobas y hacer los orejeros del arado romano.
Se ataban las escobas y los escobones bien con alambre que, al final se retorcían las puntas con la tenaza o los alicates, bien con cuerda, con una técnica que aprendí de mi padre y que quien la ve queda alucinado, sin hacer nudo alguno.
Se colgaban, luego, en el pajar hasta que fueran haciendo falda.
RECUERDO cómo una de las mayores deshonras de un labrador era que el carro, al andar por los caminos, fuera chirriando.
Y no se le echaba tres en uno sino que se denominaba “untar el carro”.
Se calzaba, por delante y por detrás, la rueda contraria, para que no se moviera y se levantaba la rueda a untar con el “levantacarros”, una palanca con dos palos irregulares y a distinta altura, que mi padre fabricaba, y que apoyando en el suelo y en el carro, se levantaba éste, empujando el palo no apoyado en el suelo.
Se sacaba la rueda del buje y se les untaba a ambos, el buje por fuera y a la rueda por dentro. Y se untaba con tiras de tocino rancio, con manteca o grasa ya un tanto deterioradas.
Volvías a meter la rueda, y la clavija para que no se saliera. Le dabas vueltas a la rueda, levantada, y daba gusto ver cómo giraba, tan de prisa y sin chillido.