El aborto masivo es un síntoma de que hemos perdido el alma. En Barcelona están matando niños en los vientres de sus madres con más de siete meses de embarazo. Es una barbaridad que debería conmovernos. Pero no. Paradójicamente, donde sí conmueve esta salvajada es en Gran Bretaña o en Dinamarca, en esa Europa crasa y cresa que creíamos irremediablemente decadente. La prensa británica fue la primera en contarlo, hace meses; sin apenas eco en España. Mientras nuestros osados periodistas hurgan en la ingle de los famosos para contentar a un público depravado, tienen que ser la prensa británica o la televisión danesa las que vengan a contarnos lo que hay. Y lo que hay es esto: somos los aborteros de Europa, el lugar donde viene la gente a matar a sus hijos, porque sólo nosotros dejamos que ocurra semejante cosa. ¿Reaccionaremos? Podemos dudarlo. País de miserias, irremediablemente cursi al fin: cerramos los ojos ante la industria del asesinato infantil pero, eso sí, extremamos el celo contra los fumadores. Antes de que nos ahogue la sangre de los inocentes ya nos habremos ahogado en un mar de ridículo.