ALDEASECA DE LA FRONTERA: El sábado, día 2 de junio de 1917, se publicaba en...

El sábado, día 2 de junio de 1917, se publicaba en “El Día. Diario de la noche" (Madrid), un artículo titulado “Un ejemplo”, que firmaba “Pedro de Répide” y que reproduzco seguidamente en su totalidad. En él se glosa la figura de LAUREANO SÁNCHEZ GALLEGO, uno de los personajes más ilustres de Aldeaseca de la Frontera, uno de nuestros humanistas transhumantes (Aldeaseca de la Frontera, 13 de diciembre de 1878 / Tijuana -México- 1945).

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Sábado, 2 de junio de 1917
“El Día. Diario de la noche" / Madrid
Un ejemplo / Pedro de Répide

No hace muchas noches, el ilustre subsecretario de Instrucción Pública, hombre de tan entusiasta corazón como clarísima inteligencia, me señalaba el caso. Digno es en verdad el hecho de ser recogido y propalado, como justo el fervor que ponía Natalio Rivas en su palabra al indicarme los méritos del hombre de voluntad y de constancia cuyo esfuerzo bien merece ser pregonado por la fama.

Parece una historia vulgar, y nada, por desgracia, más lejos de la vulgaridad. Se trata de un maestro. Un maestro de escuela y un maestro de energía al mismo tiempo. Se trata de un ejemplo sencillo, pero que es un alto y singular ejemplo.

Recientemente ha ganado en oposición, muy reñida, la cátedra de Derecho Romano, en la flamante Universidad de Murcia, D. Laureano Sánchez Gallego. Es un hombre joven, que a los treinta y ocho años de su edad se mira asentado en una cumbre social, y volviendo la vista puede contemplar con orgullo, que quizá no sienta, porque hombre tal es seguramente modesto, pero desde luego con la legítima de las satisfacciones, el camino que ha recorrido sin auxilio de nadie, sin más ayuda que su entendimiento y su voluntad, sin otra compañía en su camino que la privación y la angustia.

Aquí, en Madrid, en uno de los lugares más típicos y pintorescos de la villa, la Ribera de Curtidores, tenía su escuela el joven profesor. Es indudable que hace falta una especial vocación pedagógica para sostener dignamente el fuego sagrado del magisterio en un lugar tan bullicioso y jacarero, y más cuando el maestro no es un viejo gruñón y misantrópico. Sánchez Gallego no entendía del tráfago de la calle castiza, ni del halago del sol, cómplice de la holganza, ni de otra cosa que no fueran su deber del momento y sus aspiraciones para el porvenir.

Allá en la provincia de Salamanca, en Aldeaseca de la Frontera, nació, trayendo en su temple la recedumbre del terruño. Eran sus padres jornaleros, y no podía esperar de aquellos pobres aldeanos los beneficios de una educación acabada. Fuese a la capital de su provincia y, en la venerable ciudad doctora, empezó como pudo sus estudios. Y tal era la condición del muchacho que, a los diecisiete años, enseñaba latín y griego.

Hízose maestro elemental en una convocatoria, y vióse apartado, momentáneamente, de los libros por la ruda exigencia del servicio de las armas. Sin embargo, siendo soldado y sirviendo precisamente en el regimiento de Saboya, de tan bello y preclaro abolengo en la historia de España, acudió a tomar parte de unas oposiciones a Escuelas, en que obtuvo el número 1. Cuando este hombre infatigable terminó el año siguiente su servicio militar, hízose maestro superior, y siempre con el número 1 alcanzó su Escuela en Madrid.

En plena juventud tenía, pues, resuelto el problema de su vida. Nadie habría podido tacharle de poco trabajador si en aquel punto diera por terminadas sus aspiraciones, consagrándose a la labor docente, que él había elegido, y limitándose al tranquilo ejercicio de su misión. Más para el maestro del Rastro, ni su calle tenía ruidos y algazara y alegría que le disipasen, ni la ciudad entera con sus encantos y placeres era tentación suficiente para distraer su ánimo, reconcentrado en un solo ideal.

Y este hombre, que ya era maestro superior, que ya regentaba en Madrid una Escuela, púsose entonces, como el más indocumentado adolescente, a estudiar el grado de bachiller. Y comenzó a imponerse una noble, pero tremenda cautividad. Desde por la mañana hasta por la noche los muchachos del barrio teníanle esclavo de ellos en el aula. Y cuando la fatiga de estas jornadas dábale, al terminarlas, el derecho al más bien ganado reposo, el maestro permitíase un ligero descanso, acostándose a las nueve de la noche, para levantarse a las dos de la madrugada. Y desde esta hora hasta la matinal de comenzar las clases, el profesor hacíase discípulo y estudiaba. Así un año, y otro año, y otro año, sin un alto en su trabajo y sin descansar en su empeño, maestro de día y estudiante de noche, este singular trabajador se hizo bachiller, se licenció en Derecho, tomó la borla de doctor, y antes del año de haber vestido la muceta, obtenía la cátedra de Derecho Romano de la Universidad murciana.

Alto y más que considerable es el ejemplo: por la voluntad, por el tesón, por el esfuerzo, más que por la especial aplicación de las energías de este hombre inquebrantable. Hay demasiadas universidades literarias en España, y la creación de la de Murcia no vino a resolver más que un prurito local. Son hartos ya, sobre todo, los leguleyos, y excesivos ciudadanos los que llevan las carreras académicas, en menoscabo de tantas otras aplicaciones prácticas de la energía humana como requieren la riqueza y prosperidad de la nación. Pero no es ésta la sazón oportuna de insistir sobre semejante tema, y si sólo de proclamar el caso del humilde maestro del Rastro, conquistando tan ruda y bravamente una cátedra universitaria.

Recto de corazón, abierto de inteligencia, perseverante, con una firmeza rectilínea, este hombre se nos presenta como un caso singular y admirable. Admirable, si, pero quien sabe si acaso no envidiable. ¿Merece acaso nada en la vida, ni aún la vida misma; merece este mundo absurdo y ridículo en que vivimos una dejación tal de las cosas agradables de la existencia, para consumir la flor de una edad en un afán incesante y una labor continua? Esto debe ser como la peregrinación entre sombras por un páramo infinito, sin lumbrarada que ilumine y que alegre la marcha, y sin una rosa que perfume las tristes tierras de viaje.

Bien es verdad que yo creo que Epicuro es el único filósofo que ha tenido razón, y los anacoretas de la Tebaida viviendo tan malamente en el desierto y resistiendo a las más bellas tentaciones me parecen unos seres incomprensibles. Tal vez, además, es la pereza una suprema virtud, y el tenderse al sol en el invierno o a la fresca y aromada sombra en el verano, constituye las más sublime sabiduría.

Pero no me hagáis caso en esto, y atendedme, en cambio, para reconocer el hecho tan digno de admiración que dejo anteriormente referido. Hay héroes de la paz. Hay triunfadores de ellos mismos que llegan adonde les mandó su voluntad antes de que se agote su caudal de resistencia. Bernado de Palissy arroja al fuego los propios enseres de su casa, cuando ya no tiene con qué alimentar el horno de donde ha de salir un descubrimiento inmortal. Así es de heroico quien consume en la llama de un ideal, día tras día, su juventud, su sosiego, su deleite, su vida, y llega por fin a la conquista del alcázar soñado, que abre ante el vencedor sus puertas de oro.