ALDEASECA DE LA FRONTERA: La vendimia...

La vendimia

En primer lugar, un saludo para Clara, animadora de este foro, así como para el resto de los contertulios, para seguir, antes de decir ni una palabra sobre la vendimia, con una exclamación y una pregunta:

¡Qué raro, dirán los más jóvenes, o no tan jóvenes, y también los niños!

¿Vendimia, de qué vendimia habla?

Contaba Paco hace unos días, algunas vivencias de infancia. Así que al hilo de su discurso, y ya a punto de entrar en el otoño, se me ocurre enviar hoy al foro un pequeño relato sobre las vendimias en Aldeaseca de la Frontera. Una vieja historia, de la que quizá ya no tengan ni idea muchos de los más jóvenes...

La realidad es que hoy ya no hay ni un viñedo en Aldeaseca. Pero las viñas estuvieron ahí, en el camino del monte, cerca de la nueva autovía, durante siglos. De ahí las bodegas, algunas antiquísimas, testigos mudos de nuestra intrahistoria, que aún existen en el pueblo

En los otoños de mi infancia tenía lugar la vendimia, que comenzaba a últimos de septiembre o primeros de octubre (solía durar dos o tres semanas), y que yo recuerdo como una auténtica fiesta. Tenían viñas diferentes familias del pueblo, y mayores y niños acudían en los carros, que iban y venían de ellas, por el camino del monte, repletos de cestos altos de mimbre, en los que se recogía la uva. Recuerdo el sonido de las volanderas, anunciando la llegada de esos carros, repletos de uva tinta y blanca, y tirados por mulas que corrían “alegres", presionadas por el látigo.

Recuerdo también cómo se producía el vino. Se pisaban los racimos, con los pies desnudos, y de ahí salía el mosto, que se almacenaba en las cubas de las bodegas. Puedo visualizar los juegos de unos y otros mientras pisaban y exprimían los racimos, lanzando uvas al aire que intentaban coger con la boca. O aquellos otros juegos tan divertidos, en los que niños y mayores restregaban los racimos sobre el rostro de quienes bajaban la guardia: a la menor distracción recibían un lagarejo en su cara.

Y recuerdo igualmente mis incursiones (acompañado siempre por los mayores) en más de una bodega, con una vela encendida en la mano, para comprobar si había finalizado el proceso de fermentación del mosto y si, en consecuencia, ya estaba libre la atmósfera de monóxido de carbono.

Me gustaba mucho abrir las espitas de las cubas, ver salir de ellas el vino y después cerrarlas de nuevo con un mazo de madera. Y beber la chichorra, especie de mosto dulzón, que era la probadura de la cuba