VESTIGIOS DEL AYER
LAS SENDAS OLVIDADAS. (II)- Mañana apacible. Frente a mí la silueta del silo y la estación de ferrocarril hacia las que dirijo mis pasos. Antes, el cobijo de la sombre de los pinos casi centenarios de lo que fue la casa del señor Resti animan al paseo. A mi derecha, los restos de la fábrica de harinas invita a recordar que hubo tiempos mejores. A mi izquierda los huertos de la ribera donde algunos de los vecinos, inclinados, con azada en la mano, parecen escribir con sabia experiencia en los renglones de la tierra. A ambos lados, pasada la cerámica, unos orgullosos girasoles inundan tanto la ladera de la colina como el gran valle que abraza la carretera. Carretera que a vista de pájaro parece una serpenteante culebra dibujada con un pizarrín de escuela sobre este tapete verde de cabezas de girasol reverenciando al astro rey. Y la alameda. Llegados a este punto parece que los recuerdos quieren hacer un alto en esa traviesa y alegre juventud que muchos disfrutamos en el pueblo.
Unos coches retenidos en la barrera dan paso a un kilométrico tren de mercancías camino de Portugal. Chiflando agónicamente va dejando una rectilínea silueta de humo pasada la desvencijada estación de ferrocarril.
Levantada la barrera y una vez que los coches dejan paso libre, camino por las traviesas, entre los raíles, teniendo una sensación de recuerdo infantil acompañado por aquellos que fueron mis compañeros de escuela.
La estación reparte título entre los dos pueblos, de “BARBADILLO y CALZADA” como si hubiese de contentar a los dos términos. En su distial, bajo el título antes mencionado, alguien ha dibujado la silueta de un charro tocando a son de gaita y tamboril y portando una lucida bandera con el escudo de León. Una portada que hace referencia a un reivindicativo sentimiento: “PAÍS LEONÉS”.
A su lado, una nueva construcción nos recuerda que el olvido de tantos años, de momento, llega a su fin. Aquí se construirá la nueva subestación que hará las veces de lanzadera en la pretendida modernización de electrificación de la vía.
Gasolinera, restaurante, silo y fábrica de embutidos hermanan este lugar considerado apéndice del pueblo. La ahora tranquila carretera de Ciudad Rodrigo parece un torrente sosegado que descansa entre dos cuestas, la de Castrejón y la de Calzada.
Contento con la sensación de haber caminado sobre las traviesas emprendo sobre las mismas el camino de vuelta.
Al llegar al desvío del apartadero, siguiendo la vía, me dejo llevar por mi infantilismo y me dirijo al antiguo poblado de Iberduero. Camino apartando rastrojos que inundan la vía y esto ya no lo hace tan apacible, casi me arrepiento de haber tomado este camino y al final, lo hago ante las ruinas de lo que fue uno de los mayores motores económico que tuvo el pueblo y última morada de Ramón, un pintoresco y solitario personaje que vio en esta tierra el lugar apropiado para pasar los últimos años de su vida.
Finalmente salgo por las ya avejentadas puertas que hace un porrón de años se hicieron en el taller de mi padre. Aún conservan las señas de identidad con sus inconfundibles letras I, D, superpuestas una sobre la otra.
De nuevo sobre la carretera intento quitarme los pegotes que llevo en los calcetines, el sol ya va pegando de lo lindo y tengo la sensación que los girasoles han inclinado aún más sus cabezas como negándole el saludo a los viajeros. En los huertos ya no hay nadie y tan solo un milano real revolotea sobre mi cabeza.
La llegada al pueblo hace que busque la sombre.
Una nueva tarde de partida y el paseo nocturno completarán una apacible jornada.
Rober. (Agosto 2018)
LAS SENDAS OLVIDADAS. (II)- Mañana apacible. Frente a mí la silueta del silo y la estación de ferrocarril hacia las que dirijo mis pasos. Antes, el cobijo de la sombre de los pinos casi centenarios de lo que fue la casa del señor Resti animan al paseo. A mi derecha, los restos de la fábrica de harinas invita a recordar que hubo tiempos mejores. A mi izquierda los huertos de la ribera donde algunos de los vecinos, inclinados, con azada en la mano, parecen escribir con sabia experiencia en los renglones de la tierra. A ambos lados, pasada la cerámica, unos orgullosos girasoles inundan tanto la ladera de la colina como el gran valle que abraza la carretera. Carretera que a vista de pájaro parece una serpenteante culebra dibujada con un pizarrín de escuela sobre este tapete verde de cabezas de girasol reverenciando al astro rey. Y la alameda. Llegados a este punto parece que los recuerdos quieren hacer un alto en esa traviesa y alegre juventud que muchos disfrutamos en el pueblo.
Unos coches retenidos en la barrera dan paso a un kilométrico tren de mercancías camino de Portugal. Chiflando agónicamente va dejando una rectilínea silueta de humo pasada la desvencijada estación de ferrocarril.
Levantada la barrera y una vez que los coches dejan paso libre, camino por las traviesas, entre los raíles, teniendo una sensación de recuerdo infantil acompañado por aquellos que fueron mis compañeros de escuela.
La estación reparte título entre los dos pueblos, de “BARBADILLO y CALZADA” como si hubiese de contentar a los dos términos. En su distial, bajo el título antes mencionado, alguien ha dibujado la silueta de un charro tocando a son de gaita y tamboril y portando una lucida bandera con el escudo de León. Una portada que hace referencia a un reivindicativo sentimiento: “PAÍS LEONÉS”.
A su lado, una nueva construcción nos recuerda que el olvido de tantos años, de momento, llega a su fin. Aquí se construirá la nueva subestación que hará las veces de lanzadera en la pretendida modernización de electrificación de la vía.
Gasolinera, restaurante, silo y fábrica de embutidos hermanan este lugar considerado apéndice del pueblo. La ahora tranquila carretera de Ciudad Rodrigo parece un torrente sosegado que descansa entre dos cuestas, la de Castrejón y la de Calzada.
Contento con la sensación de haber caminado sobre las traviesas emprendo sobre las mismas el camino de vuelta.
Al llegar al desvío del apartadero, siguiendo la vía, me dejo llevar por mi infantilismo y me dirijo al antiguo poblado de Iberduero. Camino apartando rastrojos que inundan la vía y esto ya no lo hace tan apacible, casi me arrepiento de haber tomado este camino y al final, lo hago ante las ruinas de lo que fue uno de los mayores motores económico que tuvo el pueblo y última morada de Ramón, un pintoresco y solitario personaje que vio en esta tierra el lugar apropiado para pasar los últimos años de su vida.
Finalmente salgo por las ya avejentadas puertas que hace un porrón de años se hicieron en el taller de mi padre. Aún conservan las señas de identidad con sus inconfundibles letras I, D, superpuestas una sobre la otra.
De nuevo sobre la carretera intento quitarme los pegotes que llevo en los calcetines, el sol ya va pegando de lo lindo y tengo la sensación que los girasoles han inclinado aún más sus cabezas como negándole el saludo a los viajeros. En los huertos ya no hay nadie y tan solo un milano real revolotea sobre mi cabeza.
La llegada al pueblo hace que busque la sombre.
Una nueva tarde de partida y el paseo nocturno completarán una apacible jornada.
Rober. (Agosto 2018)