Pasé en El Payo parte del verano de 1936 en la casa parroquial. El párroco estaba paralítico y fue enviado para ayudarle don José Atilano Sánchez Velasco, que antes había estado de párroco en mi pueblo: Serradilla del Llano.
En Serradilla yo había sido su monaguillo y como en su nuevo destino durante el verano se quedaba sin monaguillo, quien, ya algo mayorcito, tenía que ayudar en su casa en las faenas de recolección, don José le pidió a mi padre que me permitiera ir a suplirlo en aquellos meses, ya que por mi edad yo no era útil en mi casa en la labores de la siega y trilla. Hice el viaje de Ciudad Rodrigo al Payo en la caja de un camión, acompañado de un cerdito que el dueño del camión había comprado en Ciudad Rodrigo. Por aquel entonces no había coche de línea.
Esperaba alguna foto de la Plaza donde estaba la Iglesia y la casa parroquial, que era muy amplia, con dos pisos. En el de abajo vivía el párroco y una hermana suya; en el de arriba don José, una hermana suya y en aquel verano yo.
En El Payo me encontraba al estallar la revelión nacionalista y desde el balcón presencié la llegada en un camión de algunos soldados y falangistas que procedieron a declarar el estado de guerra. Ni que decir tiene que yo de falange y su uniforme no sabía nada y aquello me asustó bastante y entré asustado a contarle al sacerdote lo que pasaba. Dado el ambiente de aquellos días lo mismo podían ser republicanos que nacionales y él tomó precauciones antes asomarse al balcón, pero se tranquilizó en seguida al conocer a uno del grupo.
Durante varios días estuve aislado de mi casa sin que mis padres supieran de mí ni yo de ellos. Al fin pudiero cruzarse varias cartas y volví a Ciudad Rodrigo en el primer autobús-correo que procedente de algún pueblo de Cáceres subía a Ciudad Rodrigo. Pero para llegar a él tuvimos que atravesar en caballería una extensa dehesa para llegar a la carretera. El autobús no llevaba aquel día más pasajeros que una pareja de la guardia civil, a la que me encomendó don José para que me entregaran a mi padre que, previamente advertido me esperaba en e dstino. Por cierto que en el camino a mi pueblo, en una bifurcación de la carretera que existe a unos 12 kilómetros de Ciudad Rodrigo, pude ver asustado dos grandes charcos de sangre. Según me contó mi padre, al subir por la mañana, a Ciudad Rodrigo para recogerme yacían aún los cadáveres de dos fusilados. Iba mi padre acompañado por el que hasta entonces habia sido alcalde de mi pueblo a quien le entró tanto cangelo al ver aquello que dió media vuelta y se volvió a al pueblo de donde no vlvió a salir en meses, hasta que todo fue normalizándose.
En Serradilla yo había sido su monaguillo y como en su nuevo destino durante el verano se quedaba sin monaguillo, quien, ya algo mayorcito, tenía que ayudar en su casa en las faenas de recolección, don José le pidió a mi padre que me permitiera ir a suplirlo en aquellos meses, ya que por mi edad yo no era útil en mi casa en la labores de la siega y trilla. Hice el viaje de Ciudad Rodrigo al Payo en la caja de un camión, acompañado de un cerdito que el dueño del camión había comprado en Ciudad Rodrigo. Por aquel entonces no había coche de línea.
Esperaba alguna foto de la Plaza donde estaba la Iglesia y la casa parroquial, que era muy amplia, con dos pisos. En el de abajo vivía el párroco y una hermana suya; en el de arriba don José, una hermana suya y en aquel verano yo.
En El Payo me encontraba al estallar la revelión nacionalista y desde el balcón presencié la llegada en un camión de algunos soldados y falangistas que procedieron a declarar el estado de guerra. Ni que decir tiene que yo de falange y su uniforme no sabía nada y aquello me asustó bastante y entré asustado a contarle al sacerdote lo que pasaba. Dado el ambiente de aquellos días lo mismo podían ser republicanos que nacionales y él tomó precauciones antes asomarse al balcón, pero se tranquilizó en seguida al conocer a uno del grupo.
Durante varios días estuve aislado de mi casa sin que mis padres supieran de mí ni yo de ellos. Al fin pudiero cruzarse varias cartas y volví a Ciudad Rodrigo en el primer autobús-correo que procedente de algún pueblo de Cáceres subía a Ciudad Rodrigo. Pero para llegar a él tuvimos que atravesar en caballería una extensa dehesa para llegar a la carretera. El autobús no llevaba aquel día más pasajeros que una pareja de la guardia civil, a la que me encomendó don José para que me entregaran a mi padre que, previamente advertido me esperaba en e dstino. Por cierto que en el camino a mi pueblo, en una bifurcación de la carretera que existe a unos 12 kilómetros de Ciudad Rodrigo, pude ver asustado dos grandes charcos de sangre. Según me contó mi padre, al subir por la mañana, a Ciudad Rodrigo para recogerme yacían aún los cadáveres de dos fusilados. Iba mi padre acompañado por el que hasta entonces habia sido alcalde de mi pueblo a quien le entró tanto cangelo al ver aquello que dió media vuelta y se volvió a al pueblo de donde no vlvió a salir en meses, hasta que todo fue normalizándose.