La otra tarde, sentado bajo mi nogal, mientras tocaba la campana de la Iglesia que convocaba al rezo del Santo Rosario, sentí de pronto un ataque de nostalgia, de emoción y de pena. Todo ocurrió porque el toque de la campana sonaba solitario y triste; y este sonido mágico evocó en el mi alma el recuerdo de aquellos seres entrañables que estaban entre nosotros y a los que ya no veo pasear por las calles de Rinconada: Agustín y María Antonia; Ignacio, Gabriel, Otilia, Luterio. Todos ellos desparecieron en este comienzo de siglo y de milenio y medité un momento: !Dios mío qué solos nos quedamos los vivos!