CUANDO EL HAMBRE APRIETA CRECE EL INGENIO (parte primera)
Hemos tocado techo, las palabras y las ideas no alcanzan para mantener en curso unas páginas llenas de argumentos que despierten el interés general. Se han gastado las reservas del banco de datos confesables y, ahora, para seguir aportando estimulantes habrá que recurrir al ingenio para saciar ese apetito cotidiano, ese afán irrefrenable que nos somete de un modo intuitivo a encender nuestro ordenador y pulsar unas teclas o seleccionar dónde queremos entrar, apoyados en la mucha variedad que este medio ofrece. ¿De qué demonios estamos hablando? Nos preguntamos. Ni un servidor lo sabe, tan sólo siente esa necesidad; así mismo resuelvo y os narro acontecimientos de un pasado, eventos que enredan la aventura entre actos creíbles o ideados; enfatizados sentimientos que oscilan o fluctúan ante una realidad.
Eran grandiosos aquellos días en el que se podía bañar en los ríos sin agarrar ninguna infección cutánea. Esas riveras repletas de gentío con sus toallas, familias enteras hacinadas a los cauces de las corrientes más próximas donde se daban cita los domingos por las mañanas y, ya bien entrada la noche, aún seguían algunas hogueras de ese verano prendidas; asando los cautivos peces de esas aguas. Nosotros ahí estábamos, entre esa tumultuosa muchedumbre con nuestro caldero sobre el borrajo prendido, a la espera de esos peces furtivos que, en el goce de nuestro entretenido ocio, ya habíamos cogido. En los años que refiero nadie pasaba hambre, hubo mucha vista gorda a excesos que todo el mundo acometía.
Desde fuera de mi pueblo natal practicábamos las recolectas que allá se hacían costumbre: “Setas de primavera y otoño; espárragos y caracoles, nueces y algún almendruco de la repasa; como esas negrillas uvas de las cepas y otros moscateles de parra. En los regatos de agua clara hallábamos los berros de nuestra ensalada. Ni qué decir de los pajarillos que tan suculentos pucheros se gozaban; poníamos temprano los cepos, agarrados con cuerda a una estaca. Otros frutales silvestres, cargados de nísperos e higos; ciruelas de variedades comunes llenan nuestras sacas; tantas cosas da el campo que ni “perras” nos hace falta.” ... (ver texto completo)
Hemos tocado techo, las palabras y las ideas no alcanzan para mantener en curso unas páginas llenas de argumentos que despierten el interés general. Se han gastado las reservas del banco de datos confesables y, ahora, para seguir aportando estimulantes habrá que recurrir al ingenio para saciar ese apetito cotidiano, ese afán irrefrenable que nos somete de un modo intuitivo a encender nuestro ordenador y pulsar unas teclas o seleccionar dónde queremos entrar, apoyados en la mucha variedad que este medio ofrece. ¿De qué demonios estamos hablando? Nos preguntamos. Ni un servidor lo sabe, tan sólo siente esa necesidad; así mismo resuelvo y os narro acontecimientos de un pasado, eventos que enredan la aventura entre actos creíbles o ideados; enfatizados sentimientos que oscilan o fluctúan ante una realidad.
Eran grandiosos aquellos días en el que se podía bañar en los ríos sin agarrar ninguna infección cutánea. Esas riveras repletas de gentío con sus toallas, familias enteras hacinadas a los cauces de las corrientes más próximas donde se daban cita los domingos por las mañanas y, ya bien entrada la noche, aún seguían algunas hogueras de ese verano prendidas; asando los cautivos peces de esas aguas. Nosotros ahí estábamos, entre esa tumultuosa muchedumbre con nuestro caldero sobre el borrajo prendido, a la espera de esos peces furtivos que, en el goce de nuestro entretenido ocio, ya habíamos cogido. En los años que refiero nadie pasaba hambre, hubo mucha vista gorda a excesos que todo el mundo acometía.
Desde fuera de mi pueblo natal practicábamos las recolectas que allá se hacían costumbre: “Setas de primavera y otoño; espárragos y caracoles, nueces y algún almendruco de la repasa; como esas negrillas uvas de las cepas y otros moscateles de parra. En los regatos de agua clara hallábamos los berros de nuestra ensalada. Ni qué decir de los pajarillos que tan suculentos pucheros se gozaban; poníamos temprano los cepos, agarrados con cuerda a una estaca. Otros frutales silvestres, cargados de nísperos e higos; ciruelas de variedades comunes llenan nuestras sacas; tantas cosas da el campo que ni “perras” nos hace falta.” ... (ver texto completo)