Una mirada atrás. Bajo el vigal y los listones repletos de bermejas tripas de matanza yace el fuego del hogar. Era el año 1966. En todas las casa de Lagunilla debían de estar haciendo lo mismo; los adobes y los mondongos tenían su ritual casi colectivo.
Yo recuerdo mi casa, una casa de labradores; de gentes famélicas y, a pesar de ello... muy alegres. Recuerdo un portón de madera gruesa con clavos de herrería. Sobre ella un viejo balcón con pretiles ferreos nuevos; estaban recien cambiados. Una cuba de roble a la vera del lagar se ceñia a la pared que daba acceso a la extrecha escalera de pino que ascendía a la planta superior. Estamos en el patio. Un sórdido espacio de la planta baja. Allí se unía la entrada a la bodega, donde se guardaba, en grandes tinajas, el aceite, las patatas y los apeos propios del campo. Las gallinas entrában y salían a la calle a sus anchas con una estela de polluelos cariñosamente amarillos. Existía armonía, vida y sosiego; una paz tan perdida...
Pendulaba el caldero en el llar sobre el chispear de las ascuas y, a un lado, flameaba la reserva de yesca siendo pábulo de las llamas. Acinados al calor de la lumbre una familia entera que no sabían de televisores nada, si acaso una radio; que descansaba sobre la repisa de la alacena. Y no había interés alguno por ella. Se centraban todos sobre los sonidos del borbotoneo del caldero, dando aliento a la gracia de hablar de cosas triviáles, de los nuevos acontecimientos. Cosas de la vida y sus entuertos. Calor familiar, sin paliativos... del bueno. Y, también se contaban estupideces, por qué no. Si en el ser humano hay una superabundancia de ella. Se actuaba con naturalidad y respeto sin perder la gracia de éstas. Y, siempre hay inocencia cariñosa en esas madres de antaño que, por impresionarnos, nos largaban historias raras de brujas como esta:
Guisando andaba en el fuego, al cuidado de unas tajás. Una inocente ama de casa burlada por la maldad. Sacaba dos vetas de tocino ya hechas al plato y, al volverse a sacar otras, no estaban aquellas ya. Sofocada en la sorpresa no pudo acertar a más. Y dió un grito en alto:- ¡Si vuelves te abrasarás! - Volvió a desaparecer las vetas y oyó una carcajá. Sobre ésta lanzó el aceite y en alaridos se alejó. No supo nunca quien fuera pero... a la mañana del siguiente día, una de sus allegadas vecinas mostraba quemaduras.
Era tan sencilla mi madre.
Saludos para todos
Yo recuerdo mi casa, una casa de labradores; de gentes famélicas y, a pesar de ello... muy alegres. Recuerdo un portón de madera gruesa con clavos de herrería. Sobre ella un viejo balcón con pretiles ferreos nuevos; estaban recien cambiados. Una cuba de roble a la vera del lagar se ceñia a la pared que daba acceso a la extrecha escalera de pino que ascendía a la planta superior. Estamos en el patio. Un sórdido espacio de la planta baja. Allí se unía la entrada a la bodega, donde se guardaba, en grandes tinajas, el aceite, las patatas y los apeos propios del campo. Las gallinas entrában y salían a la calle a sus anchas con una estela de polluelos cariñosamente amarillos. Existía armonía, vida y sosiego; una paz tan perdida...
Pendulaba el caldero en el llar sobre el chispear de las ascuas y, a un lado, flameaba la reserva de yesca siendo pábulo de las llamas. Acinados al calor de la lumbre una familia entera que no sabían de televisores nada, si acaso una radio; que descansaba sobre la repisa de la alacena. Y no había interés alguno por ella. Se centraban todos sobre los sonidos del borbotoneo del caldero, dando aliento a la gracia de hablar de cosas triviáles, de los nuevos acontecimientos. Cosas de la vida y sus entuertos. Calor familiar, sin paliativos... del bueno. Y, también se contaban estupideces, por qué no. Si en el ser humano hay una superabundancia de ella. Se actuaba con naturalidad y respeto sin perder la gracia de éstas. Y, siempre hay inocencia cariñosa en esas madres de antaño que, por impresionarnos, nos largaban historias raras de brujas como esta:
Guisando andaba en el fuego, al cuidado de unas tajás. Una inocente ama de casa burlada por la maldad. Sacaba dos vetas de tocino ya hechas al plato y, al volverse a sacar otras, no estaban aquellas ya. Sofocada en la sorpresa no pudo acertar a más. Y dió un grito en alto:- ¡Si vuelves te abrasarás! - Volvió a desaparecer las vetas y oyó una carcajá. Sobre ésta lanzó el aceite y en alaridos se alejó. No supo nunca quien fuera pero... a la mañana del siguiente día, una de sus allegadas vecinas mostraba quemaduras.
Era tan sencilla mi madre.
Saludos para todos
Pedro, me ha encantado tu relato, yo conocí esa época, donde numerosas familias vivían en precario, pero con una capacidad de sacrificio que solo el recuerdo infantil (a mi me pasa) lo vislumbra como felicidad. Los padres y hermanos mayores se desvivían en horas de trabajo para sacar la familia adelante. No es de extrañar que la emigración buscando una vida menos penosa, hiciera estragos en nuestro pueblo.
Un afectuoso saludo.
Un afectuoso saludo.