Las calles que, entonces eran de un pisar sufrido, se extendían como una alfombra de cantos líticos que desollaban los pies. Transcurrían aquellos tiempos en el que todo el mundo gritaba: ¡Agua va! Y, el contenido de una palangana o, en el peor de los casos, el de un orinal; se estrellaba contra el rudo suelo. Los animales, libres de toda inmoralidad; también vertían sus desechos al libre albedrío. El concepto de higiene estaba claro pero, lamentablemente, aún no se contemplaban los desagües que hoy conocemos. Para aquellos habitantes que poblaban mi pueblo, las calles suponían una fuente de riqueza fortuita. El ciemo (oro del campo) se hallaba a disposición de todo aquel que tuviese la pericia de recogerlo. Todo ser humano aportaba un granito de ese oro desde la más tierna infancia.
Yo recuerdo todavía aquellos calzones deshilvanados con los que superaban las madres el gasto periódico de sus energías. Era tan arduo mantener el culito limpio de sus noveles hijos que recurrían a esa ingeniosa idea. Así, de esa guisa, era muy normal ver los culitos al aire o, cuando los niños agachaban por jugar en ras del suelo, se les podía advertir todo el escroto fuera. En las niñas nunca me fije. O… bien sería que espabilaran antes o… eran más respetadas en su pundonor.
La economía acompañaba en cada resolución que se tomaba:
Era una mañana soleada. Las plastas de las heces vacunas ya se habían secado y, las volutas de otras bestias más nobles, garantizaban una carga generosa de abono. Así que, a mi madre se le ocurrió mandarnos con la borrica y el serón a recolectar ese oro gratuito. Mientras: ella descosía una camisa ya vieja de mi padre y nos prometía recompensa; cuando regresamos de barrer con la escoba de retamas todas las calles nos presentó dos camisas nuevas. Una para mí y, la otra, para mi hermano
Yo recuerdo todavía aquellos calzones deshilvanados con los que superaban las madres el gasto periódico de sus energías. Era tan arduo mantener el culito limpio de sus noveles hijos que recurrían a esa ingeniosa idea. Así, de esa guisa, era muy normal ver los culitos al aire o, cuando los niños agachaban por jugar en ras del suelo, se les podía advertir todo el escroto fuera. En las niñas nunca me fije. O… bien sería que espabilaran antes o… eran más respetadas en su pundonor.
La economía acompañaba en cada resolución que se tomaba:
Era una mañana soleada. Las plastas de las heces vacunas ya se habían secado y, las volutas de otras bestias más nobles, garantizaban una carga generosa de abono. Así que, a mi madre se le ocurrió mandarnos con la borrica y el serón a recolectar ese oro gratuito. Mientras: ella descosía una camisa ya vieja de mi padre y nos prometía recompensa; cuando regresamos de barrer con la escoba de retamas todas las calles nos presentó dos camisas nuevas. Una para mí y, la otra, para mi hermano