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LAGUNILLA: Las calles que, entonces eran de un pisar sufrido,...

Las calles que, entonces eran de un pisar sufrido, se extendían como una alfombra de cantos líticos que desollaban los pies. Transcurrían aquellos tiempos en el que todo el mundo gritaba: ¡Agua va! Y, el contenido de una palangana o, en el peor de los casos, el de un orinal; se estrellaba contra el rudo suelo. Los animales, libres de toda inmoralidad; también vertían sus desechos al libre albedrío. El concepto de higiene estaba claro pero, lamentablemente, aún no se contemplaban los desagües que hoy conocemos. Para aquellos habitantes que poblaban mi pueblo, las calles suponían una fuente de riqueza fortuita. El ciemo (oro del campo) se hallaba a disposición de todo aquel que tuviese la pericia de recogerlo. Todo ser humano aportaba un granito de ese oro desde la más tierna infancia.
Yo recuerdo todavía aquellos calzones deshilvanados con los que superaban las madres el gasto periódico de sus energías. Era tan arduo mantener el culito limpio de sus noveles hijos que recurrían a esa ingeniosa idea. Así, de esa guisa, era muy normal ver los culitos al aire o, cuando los niños agachaban por jugar en ras del suelo, se les podía advertir todo el escroto fuera. En las niñas nunca me fije. O… bien sería que espabilaran antes o… eran más respetadas en su pundonor.
La economía acompañaba en cada resolución que se tomaba:
Era una mañana soleada. Las plastas de las heces vacunas ya se habían secado y, las volutas de otras bestias más nobles, garantizaban una carga generosa de abono. Así que, a mi madre se le ocurrió mandarnos con la borrica y el serón a recolectar ese oro gratuito. Mientras: ella descosía una camisa ya vieja de mi padre y nos prometía recompensa; cuando regresamos de barrer con la escoba de retamas todas las calles nos presentó dos camisas nuevas. Una para mí y, la otra, para mi hermano
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Pedro, ¡Cómo me remueves por dentro con tus ilustrativos relatos!
Todo eso que cuentas, yo, supongo que por mi edad, no lo he vivido; pero lo oí contar tantas veces a mis abuelos. Mi abuela era una gran conversadora, don que heredaron la mayoría de sus hijos (que fueron muchos), los dos que siguen vivos, lo son y es agradabilísimo conversar con ellos no sólo del pasado, sino del presenbte y hasta del futuro.
Nos encantaba sentarnos al calor de la lumbre y preguntarle a mi abuelo cosas de cuando era niño. Nuestros padres estaban tan ocupados con la faena del campo que no tenían tanto tiempo para nosotros. Mi abuelo era más parco en palabras, pero en cuanto le insistías un poco a que te contara cosas de cuando era niño se lanzabaaaaaaaaaaaaaaa. Yo me sentía feliz cuando veía ese brillo especial en los ojos de mi abuelo al calor de la lumbre, porque sabía que era entonces cuando iba a empezar a hablar. Pocas cosas me llenaban tanto en mi infancia como era escuchar a mi abuelo. Os aseguro que era la mejor televisión, la mejor consola y el mejor portátil.
Mi abuelo me contaba todo eso que nos cuentas Pedro, de las estrecheces de una infancia sin pañales y en alpargatas. Contaba la hora de comer el rancho en la faena del campo, el comer todos en tajos alrededor de una única cazuela al pie de la lumbre. Nos contaba como había que espabilarse cada uno con su cuchara para no quedarse a medio comer, como se calentaban echando brasas en el calzado por la mañana y cómo las agitaban para que no quemaran su interior. Aún recuerdo como mi padre hacia eso en mis botas de goma "las botas katiuskas", antes de irme corriendo a la escuela y como me preparaba mi lata de ascuas para llevar y lo contenta que yo la agitaba por el camino para que las ascuas se avivaran.
¿Alguien se acuerda de esas botas katiuskas o como se llamaran?
Gracias Pedro, por avivar (igual que las ascuas en la lata de sardinas) nuestro recuerdo y nuestro pensamiento.

Saludos a los foreritos ... (ver texto completo)