RAICES (PRIMERA PARTE)
Cuando me suscribieron mis padres en el colegio Hilarión Eslava allá por los años en los que, todas las provincias de España padecían de movimientos migratorios, mis hermanos mayores daban la cara ante unos navarros que nos llamaban gitanos y andaluces. Más duro lo tuve yo en clase aquellos años que, cada dos por tres, debía pelearme con algún que otro navarro de estos que me aguardaban a la salida de clase o, en otros lides, me acechaban frente a mi casa en un terraplén donde jugaba a las canicas. Me provocaban con insultos y, uno de ellos (cara mono), decían que era por mis orejas de soplillo. La cuestión no había otra manera de resolverla que no fuese el enfrentamiento físico y, ante el miedo, se me imponía unas artimañas innatas que surgían de mi talento natural e inexplicable para asir esos duelos casi cotidianos con una victoria que, siempre lo pensé, me daba mi Ángel de la Guarda.
Contra el tiempo paupérrimo de mis comienzos en Navarra sólo puedo afirmar que tuve pocos amigos de fiar y, de los que contaba con ellos, con recelo; pues éramos un grupo bastante grande y, por nuestras pintas, algo maquis. Amigos de conveniencia. Ninguno era navarro.
Cuando me suscribieron mis padres en el colegio Hilarión Eslava allá por los años en los que, todas las provincias de España padecían de movimientos migratorios, mis hermanos mayores daban la cara ante unos navarros que nos llamaban gitanos y andaluces. Más duro lo tuve yo en clase aquellos años que, cada dos por tres, debía pelearme con algún que otro navarro de estos que me aguardaban a la salida de clase o, en otros lides, me acechaban frente a mi casa en un terraplén donde jugaba a las canicas. Me provocaban con insultos y, uno de ellos (cara mono), decían que era por mis orejas de soplillo. La cuestión no había otra manera de resolverla que no fuese el enfrentamiento físico y, ante el miedo, se me imponía unas artimañas innatas que surgían de mi talento natural e inexplicable para asir esos duelos casi cotidianos con una victoria que, siempre lo pensé, me daba mi Ángel de la Guarda.
Contra el tiempo paupérrimo de mis comienzos en Navarra sólo puedo afirmar que tuve pocos amigos de fiar y, de los que contaba con ellos, con recelo; pues éramos un grupo bastante grande y, por nuestras pintas, algo maquis. Amigos de conveniencia. Ninguno era navarro.