Ayer, al final de la tarde, volviamos de la piscina sobre las ocho y media, se avecinaba una tormenta de verano cargada de truenos y aguas. Nos metimos en el ascensor y quedamos atrapados. Ya es la segunda vez que me pasa semejante trance. Particularmente a mi, los espacios reducidos me ponen de los nervios, la primera vez que me pasó ésto fue en agosto (ya hace dos años) a medio día y, con el calor natural de esas fechas y el de las luces interiores del dichoso cajón que, para más inri, se multiplicaba al reflejarse en la luna refringente del espejo coqueto del interior, me hacía entrar en un estado de ansiedad crítico. Aquella vez fue una experiencia fatal pero esta de hoy desesperanzadora; pues llamábamos al botón de alarma y no nos contestaba nadie, no teniamos el teléfono de urgencia ni el movil para poder buscar ayuda; menos mal que no sentía el calor que ya os he contado y, a pesar que físicamente no pasaba por aquella tortuosa situación, el drama no dejaba de ser alarmante. Di unos golpes en la puerta para llamar la atención de algún vecino y, qué casualidad, mi hija estaba en casa y respondió a la llamada, también otras voces femeninas de dos residentes en el edificio. Pude leerles el nombre de la empresa de ascensores y la niña llamó, de súbito brotó una milagrosa voz por el auricular del ascensor para preguntarnos detalles y consolar nuestro temor. Ya venía el técnico, no tardó mucho en llegar. Debía subir a la sala de máquinas y... ¡horror!. Hacia falta una llave. Una llave que sólo la tenía el administrador de turno. - ¿Pero cómo puede suceder ésto?- Toda la vida viendo venir al de los contadores de gas y de luz con sus llaves correspondientes y nuestra salvación depende de una dichosa llave que no usa nadie más de no ser estos técnicos. ¡Qué ratos más violentos para el corazón! En fin, se llamó a la puerta del administrador que, siendo San Fermin, nuestras esperanzas eran las que eran y, como no podía ser de otra manera, nada. Y el hombre se aventuró a meterse dentro del hueco, se subió de un salto encima de la cabina y trasteando consiguió abrirnos las puertas y, no así, el otro tema de movernos hasta centrar el elevador a la altura de salida fue un fracaso y tuvimos que saltar por la reducida oquedad que nos ofrecía la situación. Ya fuera, una mente recurrente obvió la posibilidad de que la llave estuviese encima de la verja que da acceso a la sala de máquinas y, tras averiguar que tampoco estaba dentro de los altos de la cabina, ahí si se pudo dar con ellas; pero para entonces ya habíamos pasado todo lo que aquí se cuenta. ¡Qué momento!