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LAGUNILLA: RAICES...

RAICES

Cuando uno anda escaso de dinero para comprar caprichosos cromos o tonterías de las que están de moda. Si se es un chaval sin recursos no queda más remedio que agudizar el ingenio. Los cuatro amigos que nos juntábamos, al salir de clase, nos dedicábamos a buscar cartón y revistas viejas por las tiendas y los pisos para llevárselos al chatarrero del pueblo. Él nos lo pesaba en una báscula dudosa, lo digo porque rara vez tenía relación lo que nos pagaba con lo que nosotros esperábamos cobrar; pero esos cuatro durillos, ganados con nuestros primeros sudores, nos aportaban la complaciente satisfacción de sentirnos autosuficientes. Nos hacía sentirnos más adultos, era una prueba para nosotros ya superada, de la cual nos afirmábamos como individuos aptos para enfrentarse a la supervivencia.
Una de aquellas veces que recogimos nuestro cartón llegamos tarde al chatarrero y lo encontramos cerrado. Uno de nosotros se ofreció a guardarlo en un trastero de su casa y así se hizo. Pero nos traicionó y, con ayuda de su padre, lo vendió y se quedaron con los dineros. Desde aquel día se rompió la amistad y cada uno fue por su cuenta.
Unos pocos años más tarde, cuando yo empecé a trabajar de carnicero, pude acudir a una escuela de artes marciales y, como le entregaba todo a mis padres, tampoco me llagaba para pagarme las clases del gimnasio con lo que ellos me daban. Así pues con todo busqué la manera de juntar ese dinero antes de su pago a fin de mes. Una de las fuentes de mis ingresos para ese fin fue quedarme con el dinero que me daban para coger el autobús, lo que implicaba subir andando a Pamplona todos los días. Pero tuve un patrón solidario y, con su generosidad, pude comprarme una bicicleta ya usada. Era de esas que tienen barra y, como desde el sillín no llegaba a los pedales, me metía por debajo de esa barra para pedalear pero nunca podía ir sentado; a no ser que me apoyara en los extremos del cuadro. Gracias a esta bicicleta pude negociar con un repartidor que se interesó por que se la dejara para sus repartos y, sin renta específica, porque su amistad noble me agradaba y no quería cobrarle nos llevó a dejárselo en manos de su generosidad (por no ofender su orgullo) y, os puedo confesar que era rentable.
Solían ir curiosos a vernos tras una cristalera. Los sábados podían entrar y disfrutar de nuestros entrenamientos previos a futuras competiciones. El karate gustaba a la juventud y, en una de esas visitas, un hermano del que se quedó con el dinero del cartón y tres amigos suyos me esperaron a la salida. Y, con algo de ánimo pudoroso, uno de ellos hablaba por todos. Me ofrecían pagarme porque les diera clases de kárate y me explicaron el porqué ellos no se registraban en el gimnasio; tenían el mismo problema que yo. En fin, se hablo con el cura del pueblo y éste nos habilitó una sala; sólo le cobré a cada uno cinco duros por cada clase y, como me sentía bien con ellos, no contaba el tiempo y nuestra relación se convirtió en amistad. Los domingos quedábamos y nos íbamos a correr juntos.