3 meses GRATIS

LAGUNILLA: RAICES...

RAICES

Es curioso que, a medida que iba creciendo, me iría alejando de todos aquellos amigos que siempre acompañaban mi infancia. Ya no llenaban ni formaban parte de ese nuevo ser que se alienaba de mi personalidad y, en ellos, encontraba tan sólo monotonía y rutina. Fue en el verano de 1977 cuando volví a nacer. Era por San Fermin, en un bar de Burlada me comprometí con el padre de un amigo para ir a vender champán por el tendido de la plaza de toros. Llevaba un pozal con hielos y botellas de Codorníu y Delapierre; unas a 350 pesetas y otras 250 pesetas. De ahí sacaba una comisión que me permitía disfrutar de cada día festivo a todo ritmo de caprichos y, para más apremio, veía todas las corridas de la feria del toro gratis. Sólo tenía que pasear el cubo con la mercancía y gritar todo pícaro ¡Hay champán frío, hay champán! Y algunos clientes, sobrados de generosidad, me dejaban propinas y, algún otro, para paliar su soledad me invitaba a beber con él. Cuando salía el toro del chiquero yo dejaba de vender y me agachaba en alguna de las escaleras, era lo acordado: nadie vende hasta que el toro cae de muerte a la arena. Pero, quien más y quien menos, se ve obligado a socorrer el capricho de algún espectador impaciente que te sopla por lo bajo y, tras el gesto, cabe la posibilidad de una propinilla o un error voluntario del costo sobre la marca del champán; un descuido lo tiene cualquiera. Picaresca atrevida que algunos sin escrúpulos llevan a cabo y de la que yo, sinceramente, nunca me he valido; no por no querer sino porque mi moral nunca me ha dejado (soy tonto). Vivo embalado de ideas quijotadas, ceñidas de gestos nobles ya en desuso y, quién sabe, si alguna vez fueron usados.
De regreso a rellenar el cubo de mercancía me topé con un joven de las barras de bar que hay en los corredores fuera del ruedo. Se le había volcado material y me agaché para prestarle mi ayuda. Solía saludarle algunas veces pero él nunca respondía a ese gesto que, en mi casa, llamamos buena crianza. Desde ese momento nació una gran amistad entre nosotros y me confesó que ya me había visto por el casco viejo de Pamplona pero que no se animaba a saludarme porque le parecía un macarra. Decía que: Observé que te saludaban hasta los gitanos y, con lo cachas que estás, pensé que eras algún jefillo de macarras. Nos reímos los dos cuando le conté que era el carnicero del supermercado que hay en el mercado de Santo Domingo y, como es el casco viejo, siempre acuden a comprar muchos gitanos; era por eso por lo que me saludaban. Y él me confesó que era hijo de un policía nacional pero que no podía decírselo a nadie porque vivía en la Chantrea (lugar de muchos simpatizantes de ETA).
Continuará….