BALADA DE UNA CITA CON MI PUEBLO
Sucede que un día brotó la ingeniosa idea de quedar unos contertulios para conocerse, fue un tal Jara quién propuso una cita algo morbosa si, perdonándole algunas coletillas que así lo sugerían, se hubieran tomado en serio; aún y así, todos percibimos el mondo plan que, bajo esa jocosa intención, se pretendía. Súbitamente se dieron por aceptadas por dos o tres voces y, a ellas, sumo las mías; más surgían inconvenientes y silencios que daban qué pensar y, tras un par de días, pensé en mi voluntad; pues para personal ambición, un servidor estaba dispuesto a lograr ese fin, era tal el interés que rendí aportación gastronómica para suscitar el ánimo de aquellos que, como yo, se podían haber lanzado a un desenfrenado compromiso que, en debilidad de la ocasión y de otros componentes más de justificaciones, tal explosión de ánimo se iba disipando. No así, ya se logró algo; porque sin tener proyecto alguno que indicase mi presencia en el pueblo, eso sí se logró; pues para mí, a pesar que me encanta mi tierra, nunca me ha sido fácil disfrutar de ella y, gracias a ese “vamos que voy”, en esta ocasión lo conseguí. No hay mal que por bien no venga.
Partí para allá muy de madrugada, según el reloj de mi coche, las cuatro y media, en una apacible temperatura veraniega; agosto, en el norte de España, pocas veces nos la da de ésas. Y mi copiloto dormía, mecida por el aire de mi ventanilla y los rasgados sonidos de las ruedas; con el delicado embozo de una mantita sobre el pecho y un collarín hinchable al cuello que le permitía coger profundo el sueño y darme algunos recitales de ronquidos para mantenerme despierto.
¿Continuará? No dejes de ver la próxima entrega.
Sucede que un día brotó la ingeniosa idea de quedar unos contertulios para conocerse, fue un tal Jara quién propuso una cita algo morbosa si, perdonándole algunas coletillas que así lo sugerían, se hubieran tomado en serio; aún y así, todos percibimos el mondo plan que, bajo esa jocosa intención, se pretendía. Súbitamente se dieron por aceptadas por dos o tres voces y, a ellas, sumo las mías; más surgían inconvenientes y silencios que daban qué pensar y, tras un par de días, pensé en mi voluntad; pues para personal ambición, un servidor estaba dispuesto a lograr ese fin, era tal el interés que rendí aportación gastronómica para suscitar el ánimo de aquellos que, como yo, se podían haber lanzado a un desenfrenado compromiso que, en debilidad de la ocasión y de otros componentes más de justificaciones, tal explosión de ánimo se iba disipando. No así, ya se logró algo; porque sin tener proyecto alguno que indicase mi presencia en el pueblo, eso sí se logró; pues para mí, a pesar que me encanta mi tierra, nunca me ha sido fácil disfrutar de ella y, gracias a ese “vamos que voy”, en esta ocasión lo conseguí. No hay mal que por bien no venga.
Partí para allá muy de madrugada, según el reloj de mi coche, las cuatro y media, en una apacible temperatura veraniega; agosto, en el norte de España, pocas veces nos la da de ésas. Y mi copiloto dormía, mecida por el aire de mi ventanilla y los rasgados sonidos de las ruedas; con el delicado embozo de una mantita sobre el pecho y un collarín hinchable al cuello que le permitía coger profundo el sueño y darme algunos recitales de ronquidos para mantenerme despierto.
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