Me gusta recorrer en solitario aquellos rincones que más recuerdos encierran en mi mente. Lugares secretos que tiene mi pueblo y que solo yo los encuentro excitantes, por su cargadas memorias de encuentros y registros de antaño, cuando no pasaba un verano sin dejar de venir a ellos y saborear sus aires.
Acostumbraba yo madrugar, más que mis familiares, por aburrirme en la cama ya entrando la luz por un tosco ventanuco que atravesaba las cortinas de la alcoba de mis padres. Habitáculo sin puerta, como todos los que ahí se destinan a dormitorios; no era como en Navarra (cada cuarto su puerta), y ello aportaba un hilo de aventura en mis vacaciones; por su simple extrañeza. Subía al desván y, mientras ellos despertaban, yo curioseaba entre apeos rústicos, reliquias de un pasado aún muy próximo; seguían presentes el horno de elaborar el pan, la artesa y los bastidores de transformar la leche en deliciosos quesos; palas y rastrillos de madera con mango largo, muy largo y, una cosa muy rara, un improvisado protector casero para los dedos de las manos; se trataba de varias pezuñas de animal (posiblemente de cerdo o cabras) atadas a un cabo, moldeado a capricho de la mano que se iba a usar quizás para segar. Y unas botijas de calabazas secas, me llamó también mi atención. ¿Podrían sustituir a las cantimploras? Pensé; y seguí hurgando sobre infinidad de cosas que nunca había recordado haber visto. La casa del pueblo me intrigaba.
Acostumbraba yo madrugar, más que mis familiares, por aburrirme en la cama ya entrando la luz por un tosco ventanuco que atravesaba las cortinas de la alcoba de mis padres. Habitáculo sin puerta, como todos los que ahí se destinan a dormitorios; no era como en Navarra (cada cuarto su puerta), y ello aportaba un hilo de aventura en mis vacaciones; por su simple extrañeza. Subía al desván y, mientras ellos despertaban, yo curioseaba entre apeos rústicos, reliquias de un pasado aún muy próximo; seguían presentes el horno de elaborar el pan, la artesa y los bastidores de transformar la leche en deliciosos quesos; palas y rastrillos de madera con mango largo, muy largo y, una cosa muy rara, un improvisado protector casero para los dedos de las manos; se trataba de varias pezuñas de animal (posiblemente de cerdo o cabras) atadas a un cabo, moldeado a capricho de la mano que se iba a usar quizás para segar. Y unas botijas de calabazas secas, me llamó también mi atención. ¿Podrían sustituir a las cantimploras? Pensé; y seguí hurgando sobre infinidad de cosas que nunca había recordado haber visto. La casa del pueblo me intrigaba.