INDUMENTARIA PARA COGER SETAS
Se han convertido en compromiso personal los días que son festivos. Hoy desperté temprano, tan madrugador como lo fue el alba; confundiendo este otoño que ya es verano y sin una mala tormenta. Cogí mi material, ya rutinario, para intentar hallar ese trofeo que tanto me niega la providencia. Seguro estaba del nuevo fracaso aunque volví a salir tras de ella, de nuestro “gorringo” vasco; la más deliciosa de todas las habidas y por haber de las setas. Para los de mi amado pueblo: la amanita cesárea.
Tente suerte en mitad de mi destino. Paré frente a un poblado pinar y me adentré unos minutos. Paupérrima cosecha traje, cesta vacía y un montón de negras bolitas pegadas en los altos de mis calcetines; trabajosas de arrancar en la lana, sin despojar mechones de ella. Y no vi buena ni mala, ningún níscalo; robellones. Cuatro tiros escuché de escopetas…miré al horizonte celestial, a tramontana y, si me fuerzan, puse el oído muy atento; pero ni la fauna de aves o corzos, ni tan pronto cualquier otra presa, se dejaba ver ante esta natural presencia. ¡Mal año para todos! –pensé.
Llegando a los robledales y castaños, aún temprano para mí, pude apreciar que otros muchos coches se me habían adelantado. Pero no me importó. Venía decidido a subir a los puntos más difíciles de ascender y, confiando que no hubiese gentío, albergaba la sensación, la oportunidad de recolectar lo que sólo yo iba a tener posibilidad de encontrar. La cara norte todavía guardaba el rocío mañanero, los helechos seguían siendo verdes y erguidos. Me adentré sobre el agreste matorral que no marcaba sendero alguno y, todo el rato en la pendiente, cuidando de no caer por el barranco cortado; lo que ahora ya se llama cantera. Unas veces paraba para orientarme y tomar algo de aliento otras cedía y marchaba a media ladera. Atento bajo los matojos, tocones y vaguadas; repechos que mugan y reservan humedales; buscando astucia en mi mente y, por más y más que me esforzaba, nada.
Regresaba ahíto y desmoralizado pero no vencido. Cuatro castañas gordas eché en la cesta vacilando de gesta productiva y, reflexionando, me reía. Luego topé con una familia que buscaba castañas y, a la niña más pequeñita, se las ofrecí. Ahí mismo encontré estas cuatro seticas muy chicas y que huelen muy bien; no sé si las podréis ver en la cesta, pero os aseguro que están.
Gracias por acompañarme.
Se han convertido en compromiso personal los días que son festivos. Hoy desperté temprano, tan madrugador como lo fue el alba; confundiendo este otoño que ya es verano y sin una mala tormenta. Cogí mi material, ya rutinario, para intentar hallar ese trofeo que tanto me niega la providencia. Seguro estaba del nuevo fracaso aunque volví a salir tras de ella, de nuestro “gorringo” vasco; la más deliciosa de todas las habidas y por haber de las setas. Para los de mi amado pueblo: la amanita cesárea.
Tente suerte en mitad de mi destino. Paré frente a un poblado pinar y me adentré unos minutos. Paupérrima cosecha traje, cesta vacía y un montón de negras bolitas pegadas en los altos de mis calcetines; trabajosas de arrancar en la lana, sin despojar mechones de ella. Y no vi buena ni mala, ningún níscalo; robellones. Cuatro tiros escuché de escopetas…miré al horizonte celestial, a tramontana y, si me fuerzan, puse el oído muy atento; pero ni la fauna de aves o corzos, ni tan pronto cualquier otra presa, se dejaba ver ante esta natural presencia. ¡Mal año para todos! –pensé.
Llegando a los robledales y castaños, aún temprano para mí, pude apreciar que otros muchos coches se me habían adelantado. Pero no me importó. Venía decidido a subir a los puntos más difíciles de ascender y, confiando que no hubiese gentío, albergaba la sensación, la oportunidad de recolectar lo que sólo yo iba a tener posibilidad de encontrar. La cara norte todavía guardaba el rocío mañanero, los helechos seguían siendo verdes y erguidos. Me adentré sobre el agreste matorral que no marcaba sendero alguno y, todo el rato en la pendiente, cuidando de no caer por el barranco cortado; lo que ahora ya se llama cantera. Unas veces paraba para orientarme y tomar algo de aliento otras cedía y marchaba a media ladera. Atento bajo los matojos, tocones y vaguadas; repechos que mugan y reservan humedales; buscando astucia en mi mente y, por más y más que me esforzaba, nada.
Regresaba ahíto y desmoralizado pero no vencido. Cuatro castañas gordas eché en la cesta vacilando de gesta productiva y, reflexionando, me reía. Luego topé con una familia que buscaba castañas y, a la niña más pequeñita, se las ofrecí. Ahí mismo encontré estas cuatro seticas muy chicas y que huelen muy bien; no sé si las podréis ver en la cesta, pero os aseguro que están.
Gracias por acompañarme.