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LAGUNILLA: PINCHAZO EN HERVÁS 4ª Parte...

PINCHAZO EN HERVÁS 4ª Parte

Ya comenzaba a descender. Pensé que no faltaría mucho para llegar a ese dichoso pueblo que tan cerca está del mío pero, cuando de súbito nos presentamos ante un cruce donde se acabó ese solitario paseo y ya sólo acontecía una vía hacia Ávila o hacia Extremadura, cay en la cuenta de que tomando dirección derecha toparía con alguna entrada que indique Béjar, no podía ser de otra… (Ahora ni siquiera albergaba la esperanza de entrar en Hervás) Y busqué el desahogo del motor acelerando en esa deliciosa recta que ya nos hacía falta. Pero en pocos kilómetros de lanzada se me levantó la chapa del capó y me cerró la visibilidad de la carretera (más vale que era una recta y no venía nadie en aquel momento). Abrí la ventanilla con toda la precocidad que conlleva el susto, saqué la cabeza mientras reducía para controlar la mediana que separa los dos sentidos (era lo único que podía ver) y, aunque fueron segundos de reacción; juraría sentir un espacio de tiempo infinito. Nadie abrió la boca ni para quejarse (yo creo que nos dejó mudos el susto). Paré y volví a cerrarla pero cuando alcanzaba los cerca de cien kilómetros por hora ¡zas! Otra vez se soltaba. Y con las tripas encogidas nos llegamos a un restaurante a pie de carretera. Paramos a comer unas chuletas de cerdo con patatas fritas y algunas verduras antioxidantes para nuestros cansados órganos, sobre todo el cerebro; pues, con tantos sobre saltos, ya estaba a punto de perder la cordura. El niño tomó unos fritos y trasteó con el gato mientras nosotros terminábamos los postres.
Restaurado el cuerpo proseguimos la ruta y, en pocos kilómetros, vimos una salida que anunciaba Hervás a muy poca distancia. Sin pensarlo dos veces giré el volante y olvide la idea de buscar la salida a Béjar; porque sabía que allá podía contemplar ya los altos de mi pueblo y, superando Baños de Montemayor, ya estaba en casa.
¡Qué…! Otra aventura de sierras ¡Pero bueno! Parece que nuestro itinerario está en un subir y bajar otra vez. Mi esposa ya no soportaba tanto monte, tanta carretera olvidada; y otra vez íbamos solos cuesta arriba y cuesta abajo; la ventanilla bajada, la mano en el asidero; pánico en su cara y goce en la que ya cuento. El monte terminaba mientras corríamos tras de una raposa que se apartó después de unos largos metros. Gustó al niño este encuentro y penó verla desaparecer tras unos brezos. Resbaló y culeó el Renault sobre la grava que anexiona la calzada hacia mi tierra, se encendió la luz roja del aceite. Paré a reponerla y ¡toma ya! También había pinchado ¡Qué mala suerte la mía! El capó que se levanta, el aceite que se sale y para más inri… El pinchazo mermó las últimas ilusiones y, tras cambiar la rueda y llenar de aceite el coche, se me entristecía el día tanto que me despedí de mi pueblo en el cruce hacia Peña Caballera sin llegarme. En Béjar compré seis jamones y algún embuchado ibérico que eran de encargo. Otra lata de multigrado en reserva (por si acaso). Y al cerrar el capó (ya cabreado) sonó un clic esperanzador. Algo se había arreglado. Pensé que al petrolearme el tío Pepe el coche y sacar de las piezas la zaborra, de suerte, se obstruyó el cierre o el retén de este dichoso capó. Fortuita la clave de el portazo que la restauró.
¡A dios mi tierra querida ¡Me despedía en el pensamiento nostálgico. Quién sabe si me habría quedado sin aceite, averiado y sin mecánicos cerca por aquel rincón de Dios. Más en las casas que me resguardan no queda nadie y, en el mejor de los casos, tan sólo mi hermano Ángel cuidando cabras y remendando casas viejas; seguro que no me habría podido atender (me engañaba en divagaciones falsas). Era una manera de consolar el tedio de la suerte.

HABRÁ UNA ÚLTIMA PARTE EN LA PRÓXIMA ENTREGA.