<la foto es de Curro, mis agradecimientos>
PINCHAZO EN HERVÁS (5ª y última parte)
Aquella entrada tan angosta y angustiante por sus paredes, que daba la sensación de ser embutido y tragado por la calzada hasta casi Peña Caballera; y aquel otro tramo serpenteante, seguido del cruce a Monte Mayor del Río que escalaba hacía El Cerro entre recortadas curvas peligrosas marcadas de tramos abarrancados y rústicas paredes de piedra; prados contraídos por bosque infinito y canchales impresionantes que distraían las miradas y potenciaban los miedos a toparse con otros vehículos que vuelven desde Lagunilla hacia Puerto. Atrás dejaba yo mis recuerdos entre pitidos del claxon a cada curva de aquel trecho. Y ahora, en ruta al Norte, me queda el consuelo de ver y entrar por sus ciudades. Disfrutar de pasada por Simancas de aquel hermoso castillo. Alegrías y aceites gastados se iban: El depósito de gasolina consumía menos que el del aceite, el capó aguantaba “la caña” para darnos un poco de alivio.
Llegados a Tordesillas, ya rozando una esquina, vimos el hostal de El torreón; y recordando a nuestro vecino Alfredo (hombre que ya murió) y su querida Valladolid, me dio por bajar en Tordesillas a comprar aquel vinillo de solera con el que él acostumbraba obsequiarnos. Las amistades que por Navarra se tienen con los Castellanos Leoneses (aunque no sean de Lagunilla) dan mucho apego. Y alquilamos una habitación con dos camas para pasar la noche en El Torreón. Disponían de restaurante y asador, cosa que a mí me pierde; por lo que cenamos allí unos ricos entrantes típicos de aquellas nuestras “tierras de Castilla y León” seguidos de vino tinto dulce, chuletón a la brasa y frescos chupitos de aguardientes mimados por hierbas que, hasta que no se levantó un servidor de la mesa, no pude sentir el efecto bravo de aquel delicioso caldo. Y mientras todo ello sucedía, para que la cena fuese lo más grata posible, destaco el favor del metre; que se llevo a nuestro pequeño a la maquinilla del bar y lo colmó de partidas y distracción. Ahí lo halle feliz y, tomándole de la mano nos lo llevamos al dormitorio; en fin, lo llevó mi esposa, porque yo hacía lo posible por subir las innumerables escaleras “a cuatro paras”; pues me pesaba el cabezón. ¡Qué vino más rico daban en esa casa! Lo juro.
Amanecí con resaca (es de suponer) y, tras una ducha caliente salimos a ver la calle. Compré un garrafón de aquel vinillo de solera ya envuelto en funda de mimbre como el que nos mostró mi buen vecino y nos marchamos.
Un enorme regato de aceite debí dejar por todo aquel camino, tres litros a cada cien kilómetros (calculé). Y en Pamplona decidí comprar coche nuevo.
CONFÍO DE HABEROS DADO UN BUEN RATO DE DISTRACCIÓN (este es mi propósito) Con todo el cariño que os tengo, para mi pueblo de corazón:
Pedro González Gallardo.
PINCHAZO EN HERVÁS (5ª y última parte)
Aquella entrada tan angosta y angustiante por sus paredes, que daba la sensación de ser embutido y tragado por la calzada hasta casi Peña Caballera; y aquel otro tramo serpenteante, seguido del cruce a Monte Mayor del Río que escalaba hacía El Cerro entre recortadas curvas peligrosas marcadas de tramos abarrancados y rústicas paredes de piedra; prados contraídos por bosque infinito y canchales impresionantes que distraían las miradas y potenciaban los miedos a toparse con otros vehículos que vuelven desde Lagunilla hacia Puerto. Atrás dejaba yo mis recuerdos entre pitidos del claxon a cada curva de aquel trecho. Y ahora, en ruta al Norte, me queda el consuelo de ver y entrar por sus ciudades. Disfrutar de pasada por Simancas de aquel hermoso castillo. Alegrías y aceites gastados se iban: El depósito de gasolina consumía menos que el del aceite, el capó aguantaba “la caña” para darnos un poco de alivio.
Llegados a Tordesillas, ya rozando una esquina, vimos el hostal de El torreón; y recordando a nuestro vecino Alfredo (hombre que ya murió) y su querida Valladolid, me dio por bajar en Tordesillas a comprar aquel vinillo de solera con el que él acostumbraba obsequiarnos. Las amistades que por Navarra se tienen con los Castellanos Leoneses (aunque no sean de Lagunilla) dan mucho apego. Y alquilamos una habitación con dos camas para pasar la noche en El Torreón. Disponían de restaurante y asador, cosa que a mí me pierde; por lo que cenamos allí unos ricos entrantes típicos de aquellas nuestras “tierras de Castilla y León” seguidos de vino tinto dulce, chuletón a la brasa y frescos chupitos de aguardientes mimados por hierbas que, hasta que no se levantó un servidor de la mesa, no pude sentir el efecto bravo de aquel delicioso caldo. Y mientras todo ello sucedía, para que la cena fuese lo más grata posible, destaco el favor del metre; que se llevo a nuestro pequeño a la maquinilla del bar y lo colmó de partidas y distracción. Ahí lo halle feliz y, tomándole de la mano nos lo llevamos al dormitorio; en fin, lo llevó mi esposa, porque yo hacía lo posible por subir las innumerables escaleras “a cuatro paras”; pues me pesaba el cabezón. ¡Qué vino más rico daban en esa casa! Lo juro.
Amanecí con resaca (es de suponer) y, tras una ducha caliente salimos a ver la calle. Compré un garrafón de aquel vinillo de solera ya envuelto en funda de mimbre como el que nos mostró mi buen vecino y nos marchamos.
Un enorme regato de aceite debí dejar por todo aquel camino, tres litros a cada cien kilómetros (calculé). Y en Pamplona decidí comprar coche nuevo.
CONFÍO DE HABEROS DADO UN BUEN RATO DE DISTRACCIÓN (este es mi propósito) Con todo el cariño que os tengo, para mi pueblo de corazón:
Pedro González Gallardo.