Pajarero cojistes la mula por el ramar y pasastes por los chapatales y bajates al plao barrasa cojistes un nido con culones de harrendajo un canasto con comuergo de bogas para hacer un moje con poleo y borbites porlos corrales pricipio pena gaspa barrera quema fuente el oso ladata fuente unbria cormenarejo fuente las canas baedeparica el canchar rosancha pasir y comezo a graniceal y perdi el rastro pa hotrabes te pones un cencerro con el badajo de hueso y seguro queme gio saludos desde este pais galo
"un canasto con comuergo de bogas para hacer un moje con"
¡Hola AG! Le estoy dando vueltas a esto que dices de "comuergo de bogas". He mirado y buscado información pero nada. Yo, recogiendo posibilidades, pienso que pudiera ser un canasto de canónigos o berros de algún fortuito arroyuelo para una ensalada (moje).
Un saludo
¡Hola AG! Le estoy dando vueltas a esto que dices de "comuergo de bogas". He mirado y buscado información pero nada. Yo, recogiendo posibilidades, pienso que pudiera ser un canasto de canónigos o berros de algún fortuito arroyuelo para una ensalada (moje).
Un saludo
Un cesto lleno, con copete, de peces muy comunes por aquí llamados bogas. Con ellos hizo un guiso o vinagreta que aquí llamamos moje. Un saludo.
¡Buenos días y feliz viernes a todos los gunilleros! Por fin me voy enterando de que lo que son mojes y bogas; pegochas o urracas. ¡Dios mío la de cosas que me estáis enseñando! Ahora veo todo aquel conocimiento que me perdí al salir de él.
CAZADOR DE NADA
Si hubieseis acompañado mi juventud en estas tierras os hubierais partido de risa con mis pocos conocimientos en ornitología. Os cuento:
Al hermano de mi esposa le regalaron una escopeta con dos cañones superpuestos; dos tiros que compartíamos cuando recorríamos el curso del rio buscando la malvís o lo que asomara en nuestra línea de tiro. Se antojaba aburrido esperar el turno y la suerte de disparar, por lo que terminé comprando una escopeta para acompañarle y así poder cubrir sendos lados del afluente sin darle oportunidad de escapar al desafortunado emplumado. Pero en las pocas semanas que compartimos él perdió el interés de cazar. Vendió su escopeta y me vi cazando solo.
Comprendí que sin perro que me levantase las presas poco podría yo hacer si me iniciase a la captura de perdices o codornices. Iba a ser más fructuoso subir al monte y esperar la pasa de las palomas, y así lo hice. Tomé mi chaleco de cazador y la canana repleta de cartuchos, el tabaco rubio y un buen almuerzo; también un termo de café. En la mochila un mapa de la zona y, como pensé tirar muchos tiros, otra caja de cartuchos de mostacilla del doce. Nada más aparcar en un pueblo llamado Laquidáin comencé a subir monte. Apenas anduve unos metros… cuando me sorprendió una nube de palomas, en plena ladera, muy baja. ¡Qué suerte la mía! Pensé. Les tiré y me quedé absorto, aún cargué y volví a tirar. Las palomas ni se inmutaron pero, al rato… ¡Ostras! Una se sale de la formación y cae, cae planeando con mucha dificultad buscando el regato de la fuente. Echo a correr. ¡Ya es mía! Anticipo, pero aún se mueve y se aleja a saltos. Cargo. Disparo. No muere… cargo de nuevo, apunto con calma; dejo que la explosión me sorprenda y muere.
¡Qué sensación más grata! La colgué de mis lazos y la dejé a la vista como percha de alarde; tenía que presumir un poquito ante los otros veteranos cazadores. Y, ya hablando entre profesionales, me animo y les cuento el dónde y cómo. Si lo sé me callo. Fue en ese momento cuando me enteré que había cazado las palomas del pueblo.
Algún tiro más acerté allá en las palomeras pero cayeron lejos y en frondosos zarzales y no pude cobrarlas a falta de perro. Maldije mi suerte y regresé con poco tabaco y bien almorzado el cuerpo. Pensando que no volvería más. Cuando retomé el ánimo me dediqué a las codornices. Pisaba los rastrojos hasta que me sorprendían ellas a mí con su súbita aparición, ya casi a mis pies. Tiraba a ojo, sin apuntar bien a la primera, luego cargaba rápido y, a vuelo largo, algunas veces acertaba. Otra astucia la mía era esperar tras los espolones de algunos barrancos el disparo errado de otros cazadores y, a la que se les escapa, ya en mi línea de tiro y perdida de vista por aquel ¡zas! Yo también la acosaba y la espantaba. Sí la espantaba. No era fácil de atinar pero me gustaba probar suerte y tener la oportunidad de acertar. La última vez que abatí una codorniz me di una panzada andar tras de ella. De un collado a otro hasta que por fin le aticé. Era enorme para ser codorniz (se parecía un montón) la expuse como un gran trofeo y, a la que me cruzo con otros del pueblo me reprenden: ¡Aún no está abierta la veda para la perdiz! Y es que, por lo visto, yo había cazado una perdigana. Ya decía yo que esta codorniz era mucha codorniz.
Otro día más.
CAZADOR DE NADA
Si hubieseis acompañado mi juventud en estas tierras os hubierais partido de risa con mis pocos conocimientos en ornitología. Os cuento:
Al hermano de mi esposa le regalaron una escopeta con dos cañones superpuestos; dos tiros que compartíamos cuando recorríamos el curso del rio buscando la malvís o lo que asomara en nuestra línea de tiro. Se antojaba aburrido esperar el turno y la suerte de disparar, por lo que terminé comprando una escopeta para acompañarle y así poder cubrir sendos lados del afluente sin darle oportunidad de escapar al desafortunado emplumado. Pero en las pocas semanas que compartimos él perdió el interés de cazar. Vendió su escopeta y me vi cazando solo.
Comprendí que sin perro que me levantase las presas poco podría yo hacer si me iniciase a la captura de perdices o codornices. Iba a ser más fructuoso subir al monte y esperar la pasa de las palomas, y así lo hice. Tomé mi chaleco de cazador y la canana repleta de cartuchos, el tabaco rubio y un buen almuerzo; también un termo de café. En la mochila un mapa de la zona y, como pensé tirar muchos tiros, otra caja de cartuchos de mostacilla del doce. Nada más aparcar en un pueblo llamado Laquidáin comencé a subir monte. Apenas anduve unos metros… cuando me sorprendió una nube de palomas, en plena ladera, muy baja. ¡Qué suerte la mía! Pensé. Les tiré y me quedé absorto, aún cargué y volví a tirar. Las palomas ni se inmutaron pero, al rato… ¡Ostras! Una se sale de la formación y cae, cae planeando con mucha dificultad buscando el regato de la fuente. Echo a correr. ¡Ya es mía! Anticipo, pero aún se mueve y se aleja a saltos. Cargo. Disparo. No muere… cargo de nuevo, apunto con calma; dejo que la explosión me sorprenda y muere.
¡Qué sensación más grata! La colgué de mis lazos y la dejé a la vista como percha de alarde; tenía que presumir un poquito ante los otros veteranos cazadores. Y, ya hablando entre profesionales, me animo y les cuento el dónde y cómo. Si lo sé me callo. Fue en ese momento cuando me enteré que había cazado las palomas del pueblo.
Algún tiro más acerté allá en las palomeras pero cayeron lejos y en frondosos zarzales y no pude cobrarlas a falta de perro. Maldije mi suerte y regresé con poco tabaco y bien almorzado el cuerpo. Pensando que no volvería más. Cuando retomé el ánimo me dediqué a las codornices. Pisaba los rastrojos hasta que me sorprendían ellas a mí con su súbita aparición, ya casi a mis pies. Tiraba a ojo, sin apuntar bien a la primera, luego cargaba rápido y, a vuelo largo, algunas veces acertaba. Otra astucia la mía era esperar tras los espolones de algunos barrancos el disparo errado de otros cazadores y, a la que se les escapa, ya en mi línea de tiro y perdida de vista por aquel ¡zas! Yo también la acosaba y la espantaba. Sí la espantaba. No era fácil de atinar pero me gustaba probar suerte y tener la oportunidad de acertar. La última vez que abatí una codorniz me di una panzada andar tras de ella. De un collado a otro hasta que por fin le aticé. Era enorme para ser codorniz (se parecía un montón) la expuse como un gran trofeo y, a la que me cruzo con otros del pueblo me reprenden: ¡Aún no está abierta la veda para la perdiz! Y es que, por lo visto, yo había cazado una perdigana. Ya decía yo que esta codorniz era mucha codorniz.
Otro día más.