CAZADOR DE NADA
Los domingos, desde mi cuarto casi se huele la pólvora de los escopeteros; sucede en pleno agosto. El trueno de sus cañones me despierta. Vivo tan cerca al río y a los sembrados de trigo que desde que clarea, ya a las primeras del alba, oigo las voces de las cuadrillas que cargan y azuzan sus canes siseándoles por lo bajito: ¡busca, busca! Y Perla, que es una perra chiquita y muy blanquita; mete la trufa entre las parvas.
El campo no está acotado y vienen de la ciudad muchos grupos de cazadores a batir la codorniz. Está tan cerca para ellos y hay tantas que todos los veranos, por estas fechas, los tenemos aquí. Yo termino animándome y me uno a ellos. La última vez que se dejó como terreno libre fue aquel en el que sucedió la fuga de productos nucleares en Rusia, aquel accidente en Chernovil (no sé cómo se escribe en nuestro cristiano); es por ello que se temía al consumo de estas cazas nómadas, sobre todo si migran desde esos puntos de riesgo. Se tomó medidas de mantenimiento y se volcaron en criar codornices para luego soltarlas en estas fechas y consumir sus carnes sin ningún temor cancerígeno. Así nació nuestro coto privado y, curiosamente, dejo de verse codornices y tantos cazadores como antes.
Tras pagar mi licencia de coto salí a patear los alrededores donde antes se dejaban las plumas estas aves que buscan la frescura de los cereales ya segados. Las duras y cortas parvas que siempre asoman del terruño, secas y amenazadoras, arañan las piernas si no se lleva un calzado bastante alto. Yo estaba escarmentado, tiempo hace que me llegaron a sangrar las canillas por sus cortantes arañazos. Salí a un sosegado suelo de pasto aún fresco, al lado de una escueta lagunilla que había formado un hilo de agua brotando de un sumidero. Desde un enjuto árbol se sorprendió un pajarillo que aquí es conocido por San Martín. Es un ave con pico largo y cresta en su cabeza, muy colorido en pluma. Volaba tan suave y de tiro certero que, sin saber aún qué era; lo derribe. Pero vivía. Tenía el ala partida y se la vendé. Le eché, agua oxigenada, polvos de azor para que cicatrizara, todo lo que tenía al alcance para recuperar su salud. Murió. No aguanto la noche y me dejó un sentimiento tan triste que me planteé dejar de cazar. Era un riesgo muy grande disparar sin conocer muy bien las presas desde sus formas de vuelo y apariencia; algún día mi iba a traer un disgusto económico muy grande tanta ignorancia como cazador.
Le vendí la escopeta a un compañero de trabajo por muy poco dinero y le regale todo lo que usaba en accesorios: canana y chaleco.
En fin, soy un pésimo cazador.
Los domingos, desde mi cuarto casi se huele la pólvora de los escopeteros; sucede en pleno agosto. El trueno de sus cañones me despierta. Vivo tan cerca al río y a los sembrados de trigo que desde que clarea, ya a las primeras del alba, oigo las voces de las cuadrillas que cargan y azuzan sus canes siseándoles por lo bajito: ¡busca, busca! Y Perla, que es una perra chiquita y muy blanquita; mete la trufa entre las parvas.
El campo no está acotado y vienen de la ciudad muchos grupos de cazadores a batir la codorniz. Está tan cerca para ellos y hay tantas que todos los veranos, por estas fechas, los tenemos aquí. Yo termino animándome y me uno a ellos. La última vez que se dejó como terreno libre fue aquel en el que sucedió la fuga de productos nucleares en Rusia, aquel accidente en Chernovil (no sé cómo se escribe en nuestro cristiano); es por ello que se temía al consumo de estas cazas nómadas, sobre todo si migran desde esos puntos de riesgo. Se tomó medidas de mantenimiento y se volcaron en criar codornices para luego soltarlas en estas fechas y consumir sus carnes sin ningún temor cancerígeno. Así nació nuestro coto privado y, curiosamente, dejo de verse codornices y tantos cazadores como antes.
Tras pagar mi licencia de coto salí a patear los alrededores donde antes se dejaban las plumas estas aves que buscan la frescura de los cereales ya segados. Las duras y cortas parvas que siempre asoman del terruño, secas y amenazadoras, arañan las piernas si no se lleva un calzado bastante alto. Yo estaba escarmentado, tiempo hace que me llegaron a sangrar las canillas por sus cortantes arañazos. Salí a un sosegado suelo de pasto aún fresco, al lado de una escueta lagunilla que había formado un hilo de agua brotando de un sumidero. Desde un enjuto árbol se sorprendió un pajarillo que aquí es conocido por San Martín. Es un ave con pico largo y cresta en su cabeza, muy colorido en pluma. Volaba tan suave y de tiro certero que, sin saber aún qué era; lo derribe. Pero vivía. Tenía el ala partida y se la vendé. Le eché, agua oxigenada, polvos de azor para que cicatrizara, todo lo que tenía al alcance para recuperar su salud. Murió. No aguanto la noche y me dejó un sentimiento tan triste que me planteé dejar de cazar. Era un riesgo muy grande disparar sin conocer muy bien las presas desde sus formas de vuelo y apariencia; algún día mi iba a traer un disgusto económico muy grande tanta ignorancia como cazador.
Le vendí la escopeta a un compañero de trabajo por muy poco dinero y le regale todo lo que usaba en accesorios: canana y chaleco.
En fin, soy un pésimo cazador.