CUANDO EL HAMBRE APRIETA CRECE EL INGENIO (parte sexta)
Es posible que la pubertad y los medios sociales de aquella juventud fuesen los culpables de tantos desmanes. Y esos muchachos y muchachas que empezaron a militar en los primeros brotes de iniciativas o movimientos políticos, lejos de tener una lúcida claridad de lo que hacían, tan sólo pretendían distraer la deprimente monotonía de sus vidas y sentirse útiles ante ellos mismos. No lo sé. Yo también milité en esos movimientos sociales que daban la lata por las calles colgando pancartas y dando pinceladas a los muros. A mí me arrastraba la presencia de una de esas antiguas compañeras del colegio que dominaba mi voluntad. Bastaba que su voz me pellizcara el oído para que su voluntad fuera ya parte de la mía; cosas de un amor visceral. Pero… el ritmo de esta gente me superaba y, un buen día, acordaron abrir una campaña de campamentos juveniles. Recuerdo que estaba a unos treinta kilómetros de casa y, de no haber sido por la compañía de un gran amigo, jamás habría ido. Era en el mismo lugar en el que ya hube estado años atrás pero con un perfil muy distinto al de ahora; el más opuesto posible. De hecho, iba a pasar por una gran experiencia: de un campamento falangista a un sórdido e indisciplinado régimen anarquista, en el que cada uno hacía lo que le venía en gana; respetando la libertad de ese compañero que, impudoroso se metía en cueros a una piscina mixta como si nada. El desnudismo general no iba conmigo y menos estando allá la pupila de mis ojos. Mostrando su desnudez públicamente me deshechizó y desperté ante una nueva perspectiva de mi personalidad.
Tuve cabañas y cuevas que, entre ruinosos edificios me cobijaban. Éramos un grupo de amigos bañados de novelas y tebeos, sobrados de fantasiosas ideas bélicas que nos lavaba la cordura. Algunos de nosotros se habían elaborado su armadura. Réplicas de un “capitán América, “otros se conformaban con un simple martillo y emulaba ser Thor. Libertad ante todo. Pero lo que más huella deja de todos aquellos años es el olor, el aroma de esas lúgubres casas o fabricas que nosotros usurpábamos.
Es posible que la pubertad y los medios sociales de aquella juventud fuesen los culpables de tantos desmanes. Y esos muchachos y muchachas que empezaron a militar en los primeros brotes de iniciativas o movimientos políticos, lejos de tener una lúcida claridad de lo que hacían, tan sólo pretendían distraer la deprimente monotonía de sus vidas y sentirse útiles ante ellos mismos. No lo sé. Yo también milité en esos movimientos sociales que daban la lata por las calles colgando pancartas y dando pinceladas a los muros. A mí me arrastraba la presencia de una de esas antiguas compañeras del colegio que dominaba mi voluntad. Bastaba que su voz me pellizcara el oído para que su voluntad fuera ya parte de la mía; cosas de un amor visceral. Pero… el ritmo de esta gente me superaba y, un buen día, acordaron abrir una campaña de campamentos juveniles. Recuerdo que estaba a unos treinta kilómetros de casa y, de no haber sido por la compañía de un gran amigo, jamás habría ido. Era en el mismo lugar en el que ya hube estado años atrás pero con un perfil muy distinto al de ahora; el más opuesto posible. De hecho, iba a pasar por una gran experiencia: de un campamento falangista a un sórdido e indisciplinado régimen anarquista, en el que cada uno hacía lo que le venía en gana; respetando la libertad de ese compañero que, impudoroso se metía en cueros a una piscina mixta como si nada. El desnudismo general no iba conmigo y menos estando allá la pupila de mis ojos. Mostrando su desnudez públicamente me deshechizó y desperté ante una nueva perspectiva de mi personalidad.
Tuve cabañas y cuevas que, entre ruinosos edificios me cobijaban. Éramos un grupo de amigos bañados de novelas y tebeos, sobrados de fantasiosas ideas bélicas que nos lavaba la cordura. Algunos de nosotros se habían elaborado su armadura. Réplicas de un “capitán América, “otros se conformaban con un simple martillo y emulaba ser Thor. Libertad ante todo. Pero lo que más huella deja de todos aquellos años es el olor, el aroma de esas lúgubres casas o fabricas que nosotros usurpábamos.