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La indumentaria que por aquel entonces se vestía en el gremio consistía en un blusón y un delantal de vichy, preferentemente de tonos colorados; pero los nuestros eran de un cuadriculado azul. No se consideraba el gorro (hoy tan obligado por sanidad) y, en algunos despachos de carnes o de otros alimentos en venta se descuidaban quemazones de tabaco sobre las bases de la madera que revestían el circuito de trabajo: tablas de corte, sobre mesas. Incluso, recuerdo aquellas veces que fui al médico acusando un fuerte resfriado y, en la consulta, recibía a los pacientes con un cigarro encendido y, a otros, aconsejaba el dejarlo. Las cenizas, sobre un montón de colillas que aún seguían humeando, daban muestra de la mucha adicción que tenía el doctor al tabaco.
Solíamos recibir la visita de Paco, un mozo ya viejo que fumaba “más que un carretero”. Como ninguno de nosotros gastaba humos le amargábamos el sabroso momento de aquel pitillo. Se enfadaba poco, más bien se reía y, en su famélica faz, se podía leer que le importaba un carajo nuestra crítica. Sonó el teléfono y Gabriel lo descolgó.
Las hermanitas Yullies, que cuando salgas para casa les lleves medio kilo de lomo y jamón de york; quieren hablar contigo.
Solíamos recibir la visita de Paco, un mozo ya viejo que fumaba “más que un carretero”. Como ninguno de nosotros gastaba humos le amargábamos el sabroso momento de aquel pitillo. Se enfadaba poco, más bien se reía y, en su famélica faz, se podía leer que le importaba un carajo nuestra crítica. Sonó el teléfono y Gabriel lo descolgó.
Las hermanitas Yullies, que cuando salgas para casa les lleves medio kilo de lomo y jamón de york; quieren hablar contigo.