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LAGUNILLA: UN DÍA ENTRE GENTE MARAVILLOSA (cuarta entrega)...

UN DÍA ENTRE GENTE MARAVILLOSA (cuarta entrega)

Calle abajo se oía un silbido que canturreaba, me asomé al balcón con la certidumbre indudable de que era mi hermano volviendo de la finca; seguramente ya había terminado de dar de comer a las gallinas y al perro, ya tendría el riego hecho y limpiado los surcos de sus habichuelas y patatas. Las tomateras y pepinos, aquellas cebollas que necesitaría ya las traía consigo y, mientras se llegaba con lo que sería nuestra ensalada, el huerto quedaba bañado y refrescado para el resto del día. Otro caluroso amanecer de verano.

Sonó un teléfono. Parece, según escucho, que tardaré en ver mi pueblo; habían quedado para recoger a su pareja y bajar de compras hacia Béjar ¡Pero cómo! –me pregunté-. No acordé yo que esa comida en familia era cosa mía. Pero si ya traía entre mis bártulos todo lo que se debería comer, incluso un enorme melón para el postre. Miré el reloj. Eran las diez. Calculé un par de horas o poco más sobre lo que, según mis cálculos, tardarían en volver. Y, en pesadumbre, tampoco animaba mucho ver que mi esposa aún seguía durmiendo. La dejamos dormir mientras unos se alejaban de compras y, para paliar ese margen de tiempo, Ángel me invitó a dar un paseo por El Cerro. Vimos a un amigo suyo y de “pocholo” (nuestro Guillermo) que tenía unas cantidades de aves muy variadas: gallinas de Guinea, palomas y otras gallinas de raza extraña; con poca pata y sobrada de espolones, ruidosas aves que no cesaban de producir un sonido muy parecido a las ocas que conozco de nuestros lagos. Y sobre una pared que soportaba la entrada se curtía la piel de cinco desafortunados cazadores: cuatro raposas y una corneja que, decía nuestro amigo Perfecto, hacían sentirse seguras a sus gallinas ya que daba garantías de que él mataba a las alimañas antes de que entraran. Y tras el corral nos mostró dos ovejas a las que distinguió de lachas (una blanca y otra negra) que permanecían tumbadas. Un hermano del perro lobo que tiene Ángel nos acompañaba olisqueando y provocando caricias. Me sonó el móvil.

¡Qué sorpresa! “El último templario”.
Sí, claro… Bueno, donde tú casa. Entre las siete y media a las ocho.

Una cariñosa voz que mostraba un gran interés en conocer a un lejano primo, un cabo de los pocos que podía hallar para dar con otro portador de un apellido ya casi extinguido. Amatos era su inquietud y, entre Amatos, convenimos.

En esta soledad del foro, que ha dejado el verano, no quiero que os falte mi compañía; un saludo paisanos: Pedro G. G.