EDITAR UN LIBRO
Yo desperté en una casa ahumada y bañada de olores a pueblo, de chorizos y morcillas sobre el llar secando. Pucheros y artilugios que, me pierdo nombrando, acompañaban a las brasas del hogar. Eran tenazas, trípodes; picas y ganchos. Borbotones de pucheros y sartenes fritando. Aromas de café tempranero y manzanillas silvestres que mi madre hervía; como otras muchas compaisanas que conocían la homeopatía transferida del conocimiento periódico de sus mayores, de esas gentes que recolectaban hierbas curativas y se auto-medicaban con sus “colas de caballo”, poleos; tilas o tisanas que las serranas ya conocían. Pero, en todos los años que tardó en despertar mi cerebro de la oscuridad propia de un lactante, a pesar de observar matanzas y cultivos, recolectas y lagares; enormes tinajas de aceite en la bodega y un patio lleno de aves, las mulas, las vacas; pimientos secos en el desván, junto al horno y los bastidores de hacer queso, calzado gastado y hoces; en la salita o comedor (para todo servía) se registraba escasez de muebles: una mesa y un baúl de madera y estaño; la pared escasa, sitiada de alcobas sin puerta; bastaba una cortina para dar intimidad al sueño y a la desnudez pudorosa del amor y, tras estos muchos detalles, no encontré nunca un libro, un cuaderno de notas; un maestro que no fuese la calle.
Yo desperté en una casa ahumada y bañada de olores a pueblo, de chorizos y morcillas sobre el llar secando. Pucheros y artilugios que, me pierdo nombrando, acompañaban a las brasas del hogar. Eran tenazas, trípodes; picas y ganchos. Borbotones de pucheros y sartenes fritando. Aromas de café tempranero y manzanillas silvestres que mi madre hervía; como otras muchas compaisanas que conocían la homeopatía transferida del conocimiento periódico de sus mayores, de esas gentes que recolectaban hierbas curativas y se auto-medicaban con sus “colas de caballo”, poleos; tilas o tisanas que las serranas ya conocían. Pero, en todos los años que tardó en despertar mi cerebro de la oscuridad propia de un lactante, a pesar de observar matanzas y cultivos, recolectas y lagares; enormes tinajas de aceite en la bodega y un patio lleno de aves, las mulas, las vacas; pimientos secos en el desván, junto al horno y los bastidores de hacer queso, calzado gastado y hoces; en la salita o comedor (para todo servía) se registraba escasez de muebles: una mesa y un baúl de madera y estaño; la pared escasa, sitiada de alcobas sin puerta; bastaba una cortina para dar intimidad al sueño y a la desnudez pudorosa del amor y, tras estos muchos detalles, no encontré nunca un libro, un cuaderno de notas; un maestro que no fuese la calle.