EDITAR UN LIBRO
No entendí nunca cómo se podía mantener la higiene corporal en esta mi casa, nunca vi bañarse a nadie de cintura para abajo; una palangana para el aseo de la cara y el pecho sin llegar jamás a la espalda. Supongo, por necesidad, que a mí me bañarían completo (por aliviar el hedor de esos pañales de tela que llevaba en el culito puesto); pero no lo puedo asegurar. Y hoy, desde una edad más avanzada, me esfuerzo en recordar aquella situación tan mala. Si no existía cuarto de aseo. Un jarrón con agua; de latón ligero, para rebajar la hervida que usábamos y templar palanganas de invierno. Bacinillas de porcelana en las alcobas para las noches que se soltaba el cuerpo. De día estaba el campo libre (lo comprendía todo el pueblo). Y, tras las paredes de la iglesia, en los apuros santos de ese momento. ¡Ay! Qué domingos ahora recuerdo. Tanta gente en casa mudando ávida de atuendo. Dejaban los harapos propios para las labores de tierra y pastoreo. Bajo el estrepitoso tañido de la campana urgía darle prisa a esas camisas blancas tan comunes; a esos nudos de corbata, zapatos embetunados y lustrados. Un desasosiego para llegar a misa después de haber madrugado con cabras, regar el sembrado; la leche ordeñada y aseado el establo. Y yo era el último de entre ellos en tomar ese peculiar baño.
No entendí nunca cómo se podía mantener la higiene corporal en esta mi casa, nunca vi bañarse a nadie de cintura para abajo; una palangana para el aseo de la cara y el pecho sin llegar jamás a la espalda. Supongo, por necesidad, que a mí me bañarían completo (por aliviar el hedor de esos pañales de tela que llevaba en el culito puesto); pero no lo puedo asegurar. Y hoy, desde una edad más avanzada, me esfuerzo en recordar aquella situación tan mala. Si no existía cuarto de aseo. Un jarrón con agua; de latón ligero, para rebajar la hervida que usábamos y templar palanganas de invierno. Bacinillas de porcelana en las alcobas para las noches que se soltaba el cuerpo. De día estaba el campo libre (lo comprendía todo el pueblo). Y, tras las paredes de la iglesia, en los apuros santos de ese momento. ¡Ay! Qué domingos ahora recuerdo. Tanta gente en casa mudando ávida de atuendo. Dejaban los harapos propios para las labores de tierra y pastoreo. Bajo el estrepitoso tañido de la campana urgía darle prisa a esas camisas blancas tan comunes; a esos nudos de corbata, zapatos embetunados y lustrados. Un desasosiego para llegar a misa después de haber madrugado con cabras, regar el sembrado; la leche ordeñada y aseado el establo. Y yo era el último de entre ellos en tomar ese peculiar baño.