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De cuanto pude sujetar en mi historial de infancia, recuerdo alguna casilla cerca del corral del concejo en donde metía mi padre dos vacas: la una se llamaba hierba y la otra ligera. La mejor leche que probé nunca vino a mi casa en una calderilla, la hirvieron en una gran cacerola y, cuando la nata asomaba en la superficie, metí el dedo goloso en ella ¡Qué grueso espesor tenía! ¡Qué rebanadas de pan con ella! Azucarada golosina de almuerzo, cómo fueron aquellos bocados ricos de antaño. Hoy la leche llega sin nata, sin esa alegría, la misma parece insípida y tan ligera como el agua. Otra casilla tuvimos, ya muy cerca de casa, hoy la situaría en la calle de Pollo; pero puede que me equivoque y fuese la otra que hay más adelante, la paralela que sigue saliendo a la carretera principal del pueblo (no tengo nombre para ella). Allí fui con mi madre a echar comida en el pesebre y, para mi sorpresa, halle un ternero de pocos días que me miraba con ojos saltones y un cacho de saco en el suelo. Tomaron mis manitas la saca y, con intención valiente, pedí permiso a mi madre para torearlo. - ¡Sí, sí… torea! -dijo ella. Ya me miraba el animal bravo, ya pifiaba sus trémulas patas contra el suelo y movía amenazante su testuz atrevida cuando icé el saco con un atrevido - ¡je… toro!-. El novillo dio un brinco. Yo… solté el saco y eche a correr al desván ¡Qué esperaban? Mi madre se reía. Otras cuadras debimos de tener para las cabras pero nunca supe dónde ni, muy a mi pesar, recuerdo ver las cabras aquellas. Lo sé por mis hermanos pastores que siempre hablan y hablan de ellas.
De cuanto pude sujetar en mi historial de infancia, recuerdo alguna casilla cerca del corral del concejo en donde metía mi padre dos vacas: la una se llamaba hierba y la otra ligera. La mejor leche que probé nunca vino a mi casa en una calderilla, la hirvieron en una gran cacerola y, cuando la nata asomaba en la superficie, metí el dedo goloso en ella ¡Qué grueso espesor tenía! ¡Qué rebanadas de pan con ella! Azucarada golosina de almuerzo, cómo fueron aquellos bocados ricos de antaño. Hoy la leche llega sin nata, sin esa alegría, la misma parece insípida y tan ligera como el agua. Otra casilla tuvimos, ya muy cerca de casa, hoy la situaría en la calle de Pollo; pero puede que me equivoque y fuese la otra que hay más adelante, la paralela que sigue saliendo a la carretera principal del pueblo (no tengo nombre para ella). Allí fui con mi madre a echar comida en el pesebre y, para mi sorpresa, halle un ternero de pocos días que me miraba con ojos saltones y un cacho de saco en el suelo. Tomaron mis manitas la saca y, con intención valiente, pedí permiso a mi madre para torearlo. - ¡Sí, sí… torea! -dijo ella. Ya me miraba el animal bravo, ya pifiaba sus trémulas patas contra el suelo y movía amenazante su testuz atrevida cuando icé el saco con un atrevido - ¡je… toro!-. El novillo dio un brinco. Yo… solté el saco y eche a correr al desván ¡Qué esperaban? Mi madre se reía. Otras cuadras debimos de tener para las cabras pero nunca supe dónde ni, muy a mi pesar, recuerdo ver las cabras aquellas. Lo sé por mis hermanos pastores que siempre hablan y hablan de ellas.