EDITAR UN LIBRO
Mientras otros hermanos mejoraban sus oficios, verbigracia de mi hermano Juan, que comenzó en una fábrica de electrodomésticos llamada Superser: frigoríficos, cocinas de gas; estufas cuya alimentación ígnea iba dentro de unas bombonas de hierro con asideros, toda ella pintada en color naranja. Y, si recuerdan, se guardaban en su armazón estructural, tras un panel de inyección para quemar el gas del que se nutría. Antonio se marchaba para Alemania donde transcurrió seis años de su vida y mi padre, cuyo carácter parecía más agriado, tropezaba con efímeros contratos: unas veces para montar la plaza de toros portátil de las fiestas patronales y otras de difícil descripción que hallaba fuera de aquellos contratos del ayuntamiento. No fue una buena racha para él. Yo, como digo, en tanto todo esto sucedía me apresuraba en volver a colocarme en el oficio que fuese; no importaba nada mis conocimientos de despiece. Todas las mañanas temprano leía la prensa en el apartado de demandas y, en cuanto encontraba una posibilidad, salía raudo hacia allá; intentando que nadie se me adelantara. Pero no era efectivo, los llamados enchufes laborales siempre surgían; quizás por la costumbre que tenemos todo el mundo de comentar lo que hacemos o dejamos de hacer a las personas que se merecen nuestra confianza. Muchos empresarios, tras haber puesto el anuncio en el periódico, resolvían sus demandas en el ámbito de un bar donde tomaban café o almorzaban. Siempre hay alguien que sabe de alguien y… ¡Zas! Resuelto.
Tiempos aquellos, tan sencillos; en los que no hacía falta ningún currículum impreso. Bastaba presentarse en la empresa, preguntar por el dueño; de inmediato se llevaba a cabo la entrevista, se decidía en el momento. No lo de ahora… ¡Ya te llamaré! ¿Para qué? Hay tanto cuento.
Mientras otros hermanos mejoraban sus oficios, verbigracia de mi hermano Juan, que comenzó en una fábrica de electrodomésticos llamada Superser: frigoríficos, cocinas de gas; estufas cuya alimentación ígnea iba dentro de unas bombonas de hierro con asideros, toda ella pintada en color naranja. Y, si recuerdan, se guardaban en su armazón estructural, tras un panel de inyección para quemar el gas del que se nutría. Antonio se marchaba para Alemania donde transcurrió seis años de su vida y mi padre, cuyo carácter parecía más agriado, tropezaba con efímeros contratos: unas veces para montar la plaza de toros portátil de las fiestas patronales y otras de difícil descripción que hallaba fuera de aquellos contratos del ayuntamiento. No fue una buena racha para él. Yo, como digo, en tanto todo esto sucedía me apresuraba en volver a colocarme en el oficio que fuese; no importaba nada mis conocimientos de despiece. Todas las mañanas temprano leía la prensa en el apartado de demandas y, en cuanto encontraba una posibilidad, salía raudo hacia allá; intentando que nadie se me adelantara. Pero no era efectivo, los llamados enchufes laborales siempre surgían; quizás por la costumbre que tenemos todo el mundo de comentar lo que hacemos o dejamos de hacer a las personas que se merecen nuestra confianza. Muchos empresarios, tras haber puesto el anuncio en el periódico, resolvían sus demandas en el ámbito de un bar donde tomaban café o almorzaban. Siempre hay alguien que sabe de alguien y… ¡Zas! Resuelto.
Tiempos aquellos, tan sencillos; en los que no hacía falta ningún currículum impreso. Bastaba presentarse en la empresa, preguntar por el dueño; de inmediato se llevaba a cabo la entrevista, se decidía en el momento. No lo de ahora… ¡Ya te llamaré! ¿Para qué? Hay tanto cuento.