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La abuela María pasaba temporadas con nosotros en Navarra y otras, como muchas veces que fuimos al pueblo, se hallaba en casa del tío Feliciano. Este hermano de mi madre, al que todos conocían como “chanín”, regentaba el monopolio comercial de un pueblo en terreno colindante al embalse de Gabriel y Galán conocido por el nombre de El Guijo de Granadilla; ya en terreno extremeño. Era una visita obligada que, siempre que nos veníamos a Lagunilla, terminábamos haciendo. Yo recuerdo que no cesaban de trabajar. Incluso mi abuela, ya en una edad muy cercana a los ochenta, la dejaban despachar helados desde un extremo de la barra del bar. El salón del bar era tan amplio que, en días oportunos, se proyectaban películas para aquella ciudadanía. Todo se comunicaba. La carnicería, frutería y estanco era todo un popurrí subyugado al bar y al comedor que yacía bajo unos tremendos racimos de uvas verdes. Ahí solíamos comer, siempre pegados a la pared; en una mesa que nuestra tía Nieves había reservado al lado de la cocina para tenernos cerca de ellos y charlar. La prima Vicenta, mientras nosotros comíamos no descansaba, lo mismo nos cambiaba el plato a nosotros como seguía en las mesas de otros comensales. Y todos mis primos: Daniel, Emiliano y sus esposas, seguían pasando al comedor por turnos. Una de las veces, yo mismo, sustituí un rato al oprimo Daniel en la carnicería. Emiliano se encargaba del servicio de taxis y, cuando podía, se sentaba a la mesa con nosotros. Mi tío nunca faltaba, era el anfitrión; nos contaba, mientras comíamos, un montón de anécdotas que le habían pasado, cosas y proyectos futuros.
Una sobremesa muy familiar nos traía la tarde, la señal de tener las digestiones hechas y, cómo no, la hora de irnos con los primos a dar un baño en el pantano. Nadábamos sin miedo. Todos sabíamos y resistíamos mucho sobre el agua y, sobre todo, mi prima Vicenta; ella se alejaba hasta los confines más peligrosos de aquellas profundidades.
La abuela María pasaba temporadas con nosotros en Navarra y otras, como muchas veces que fuimos al pueblo, se hallaba en casa del tío Feliciano. Este hermano de mi madre, al que todos conocían como “chanín”, regentaba el monopolio comercial de un pueblo en terreno colindante al embalse de Gabriel y Galán conocido por el nombre de El Guijo de Granadilla; ya en terreno extremeño. Era una visita obligada que, siempre que nos veníamos a Lagunilla, terminábamos haciendo. Yo recuerdo que no cesaban de trabajar. Incluso mi abuela, ya en una edad muy cercana a los ochenta, la dejaban despachar helados desde un extremo de la barra del bar. El salón del bar era tan amplio que, en días oportunos, se proyectaban películas para aquella ciudadanía. Todo se comunicaba. La carnicería, frutería y estanco era todo un popurrí subyugado al bar y al comedor que yacía bajo unos tremendos racimos de uvas verdes. Ahí solíamos comer, siempre pegados a la pared; en una mesa que nuestra tía Nieves había reservado al lado de la cocina para tenernos cerca de ellos y charlar. La prima Vicenta, mientras nosotros comíamos no descansaba, lo mismo nos cambiaba el plato a nosotros como seguía en las mesas de otros comensales. Y todos mis primos: Daniel, Emiliano y sus esposas, seguían pasando al comedor por turnos. Una de las veces, yo mismo, sustituí un rato al oprimo Daniel en la carnicería. Emiliano se encargaba del servicio de taxis y, cuando podía, se sentaba a la mesa con nosotros. Mi tío nunca faltaba, era el anfitrión; nos contaba, mientras comíamos, un montón de anécdotas que le habían pasado, cosas y proyectos futuros.
Una sobremesa muy familiar nos traía la tarde, la señal de tener las digestiones hechas y, cómo no, la hora de irnos con los primos a dar un baño en el pantano. Nadábamos sin miedo. Todos sabíamos y resistíamos mucho sobre el agua y, sobre todo, mi prima Vicenta; ella se alejaba hasta los confines más peligrosos de aquellas profundidades.