LAGUNILLA: EDITAR UN LIBRO...

EDITAR UN LIBRO

Teníamos en el patio una decrépita mesa de madera de roble estrecha y alargada que, cuando se le transfirió la casa a mi hermano Manuel, no sé qué fue de ella. Sobre ésta, en los veranos que pasamos de vacaciones, acostumbrábamos a comer; lo hacíamos en el patio porque era lo más fresquito y, por otro lado, ya estaba la cocina y el baño instalados allí. Se levantó un tabique a la entrada, frente a la pared del lagar para implantar una enorme bañera y el lavabo; junto a estos servicios, en el mismo habitáculo, un rincón para el inodoro completaba todas las ambiciones que se improvisaron. Ante el progreso de tener agua corriente en casa. Quizás por no meterse en más gastos o por razones que desconozco, nada se mejoró la parte alta; me refiero a que, donde siempre se guisó, donde la pira; donde transcurría antaño la vida, donde siempre fue el calor y el corazón de aquella vivienda, a pesar de hallarse allá la alacena y el comedor, el fuego y sus cenizas; las tenazas y el llar; donde más falta siempre hizo el agua nadie la quiso llegar. Hoy ya no se encuentra la pira, ni nada de lo que siempre me atrajo de esa casa; Alguien demolió el horno del desván. Se limpió y se construyó tabiques para más alcobas ciegas, sin ventanas que den a la calle; una claraboya en el tejado que ilumina los peldaños de esa escalera nueva, más interior y segura en materia; ya no cruje, no es de noble y casta madera. Es fría como un mortero de arena, cemento; áspera como el ladrillo hueco y sin historia de aquellas mis gentes que, las viejas y combadas, guardaban para nosotros siempre.

La mesa en la que comíamos era osca, falta de cera ni barniz; de arrugas sin llegar a grietas; tal el banco donde nos sentábamos los más pequeños allí. Mirando hacia la puerta con las cortinas echadas que tapaba la luz que entraba del portillo desatrancado y toda la hoja de la puerta abierta para ganar claridad. Para distinguir el color de los guisos, de los utensilios y servilletas; de nuestras caras sin moscas. Para… y en el sosiego de aquellas sombras comíamos y cenábamos, recordábamos cada rincón y, mirando acá y allá, volvían las matanzas sobre esta misma mesa, las manos de las mondongueras madres y los pruebe de especias; gritos del cochino que se muere y su sangre fluyendo en la fuente. De frente la cuba negra, aros de hierro la abrazan. Mi padre, con los pies desnudos sobre el lagar, los racimos y el jugo que de las uvas saca. Olores copiosos que tan pronto mudan y a la pituitaria escapa.