Cada año que pasa pierdo más el interés por las castañas y no sé a que achacarlo. Siempre recordaré con que ilusión íbamos a buscarlas, sobre todo cuando nuestros hijos aún eran pequeños y, quizás porque daba gusto verles la gran alegría que desprendían sus ojos cuando las encontraban, eran ellos la mayor motivación. Llenábamos unas bolsas hasta la mitad, nunca teníamos esa paciencia de seguir con el propósito de rebosarla; en mi caso particular nunca me agachaba si no daba la talla. Para mí debían de ser muy gordas. Así, con esa desgana, me paseaba monte arriba mientras que mis acompañantes seguían imperturbables desmochando erizos en un restringido espacio que ocupaban los desprendidos frutos de varios castañeros frondosos. Al rato volvía yo con menos cantidad de bolsa llena que ellos y se reían, se reían hasta que echaban una ojeada dentro y descubrían lo suculentas y enormes que eran. Ahí el placer de comerlas asadas en el horno de casa y, la gran mayoría, crudas. No había la suerte de asarlas en los calderos propios para eso conocidos “calbotes” nuestros; los que en mi infancia sí tuve la suerte de disfrutar. Por aquí, en algunas fogatas, mis hermanos y mi padre solían hacerse con un bote de latón enorme y lo agujereaban, le procuraban un asa de alambre para apoyarlo o dejarlo pendiendo sobre las llamas. ¡Ay! Qué gusto da oír el reventar de las castañas, siempre reventaban algunas pese a que se les hacía una hendidura con la navaja.