El reloj del Ayuntamiento acababa de dar las nueve de la mañana. Un minuto más tarde repetía el tañido de su vieja campana. Acto seguido, escuchaba otro ruido: pim, pum, pim, pum, así tres o cuatro minutos, para a continuación llegar a mis oídos otro ruido más: pim, pim, pim, pim, otros tres o cuatro minutos.
¿De dónde procedían estos últimos sonidos? No de muy lejos. El origen estaba cerca de donde mis abuelos vivían, eran de un lugar que para mi era mágico y ejercía una gran magnetismo sobre mi imaginación infantil.
Desayuné rápidamente y corriendo me dirigí al lugar de su procedencia, ya que me resultaba atrayente el sonido del metal golpeado y la cadencia con que se producía. Era la fragua.
Esta no tenía más de 40 metros cuadrados, pero estaba llena de objetos: hierros, martillos, fuego, carbón, sierras, etc. Pero, sobre todo, era mágica. Y quien estaba al frente de ella era un mago, capaz de dar forma al duro hierro y transformarlo en herramientas y otros útiles. Antes de entrar, en la calle, siempre se podían ver alguna reja de balcón ya acabada y lista para instalarse, un arado para ser reparado, una puerta recién pintada, chapas de distintos tamaños y grosores, y largas barras de hierro redondo, cuadrado y retorcido, unas eran huecas y otras macizas.
Estaba ubicada en un bajo y, a pesar de tener ventanas por tres de sus cuatro costados, siempre tenía la luz eléctrica encendida. El acceso era por una puerta doble de madera. No de doble hoja, no. Era una puerta partida en dos mitades. Casi todo el año permanecía abierta, pero en el tiempo frío, la de inferior se cerraba, permaneciendo la superior batida para permitir el paso de la luz y la ventilación.
A la izquierda y al fondo, estaba el fogón encendido y un hombre echaba carbón y luego le daba al soplador manual para avivar la llama. Dentro del fuego había una reja de un arado que parecía arder. Cerca del fogón, estaba el combustible que lo alimentaba, carbón de encina. Estaba en un rincón, en el suelo. A continuación había una rueda redonda de piedra metida como en medio cajón de madera, con agua y con un asa de hierro donde se apretaba con el pié a modo de pedal y daba vueltas, servía para afilar. Sobre ésta, sustentado por trozos de hierro redondo y huecos clavados en la pared, había largas tiras de hierro de distinto grosor y forma, las había macizas y huecas. Tambien había estanterías sobre las que descansaban botes con minio y pintura de distintos tamaños: verde y rojo sobre todo.
Más a la derecha un alto aparato con una gran rueda en su parte superior y otras más pequeñas unidas por un complejo engranaje a lo largo de lo que parecía un mástil; disponía de una manivela que, accionada manualmente, producía el movimiento de las distintas ruedas. Era un taladro para hacer los agujeros en el metal o madera, incluso en los más duros.
Y en el centro, allí lo que había era sobre un grueso tronco de encina un gran trozo de hierro duro y fuerte sobre el que el herrero descargaban el martillo (cuando tenía que simultanear el martillo y mazo, siempre, algún otro adulto le ayudaba) y moldeaba dúctil metal al rojo vivo. Era el yunque o bigornia. Era irrompible, liso y brillante, sin marca de los numerosos golpes que sobre el mismo descargaban, por un extremo acaba redondeado y estrecho, por el otro también se estrechaba, pero era más romo.
También en el centro había, sobre otro tronco de encina menos grueso, un gran trozo de metal grueso y circular. Era algo curvo en su parte superior y denotaba señales o cortes sobre el mismo. Era otro artilugio que servía para cortar el hierro caliente a base de dar golpes con un martillo o mazo sobre una especie de hacha gruesa y afilada.
También había una pila con agua, que servía para enfriar los metales una vez trabajados sobre ellos después de salir de del fogón. A su lado un montoncito de arena.
A la derecha, nada más entrar, había una mesa de gruesa madera con cajones llenos de tornillos de muy diferentes tamaños y usos, clavos, bisagras para puertas, picaportes, cerraduras, llaves, brocas para taladrar, pequeñas herramientas, cinta métrica, metro de carpintero para medir, pegamento, pinceles para pintar y otras cosas. También unida a ella estaba la morza o tornillo de banco al que se podían sujetar distintas piezas para ser lijadas, cortadas, taladradas, curvadas, enroscadas...
Encima de ella siempre había ejemplares de prensa. El diario “Ya”, periódico madrileño, ya desaparecido que dependía de la Iglesia Católica y que diariamente el cartero le llevaba. Otro, creo se editaba semanalmente, era el “Dígame” dedicado al mundo de los toros, El Viti, Paco Camino, Diego Puerta, Jaime Ostos, estaban de moda y acaparaban las tertulias de los hombres de la época. Aquí cogí la afición, no a los toros, ni al fútbol, a leer la prensa diariamente. Sobre la mesa y clavada en la pared existía un gran panel chapeado sobre el que colgaban un sin número de herramientas: sierras para metal y madera, destornilladores, alicates, tijeras para cortar metal, punzones, tenacillas, llave inglesa, llaves para apretar o desenroscar tornillos de distintas pulgadas, limas para metal y madera, escofinas, barrenos o taladros manuales, grifas, un aparato para hacer las roscas de los tornillos, esmeriladora de mano; regla, escuadra y cartabón metálico, así como otros cuya utilidad y nombre desconozco.
Por aquel espacio, de manera ordenada, había todo tipo de utensilios y herramientas propias del oficio: martillos varios y para distintos cometidos: moldear, machacar, punzón, cortar, mazos, cizalla, tenazas de diferentes tamaños y formas por el lugar por el que agarran.
También había herramientas para la labranza, desbrozar el monte, podar los árboles o útiles del hogar: rejas para arado romano, rejas para vertederas, segurillas, calabozos, podones, hachas, horcas, rastrillos, yugos de hierro para caballerías, escaleras metálicas para coger aceituna, azadones o sachos, palas y picos, cuchillos, trébedes, tenazas de cocina, piezas de noria, carruchas para sacar agua de los pozos, palancas y un largo etcétera, reparadas o en espera de serlo.
Al frente de todo ello estaba el herrero. El dueño y señor de la fragua. El mago que tenía tal dominio del fuego, que lo convertía en su aliado, permitiéndole transformar el duro hierro en plastilina y, con habilidad y a golpe de martillo, lo maleaba y le daba forma; lo aplastaba haciéndolo fino como el papel, puntiagudo, grueso por un extremo y redondo por otro, lo curvaba, le daba el ángulo que quería, unía unos trozos con otros, lo afilaba, lo cortaba, taladraba. Era capaz de hacer rejas para ventanas y balcones; barandillas y pasamanos, puertas y ventanas; arados y yugos; escaleras y ganchos para poner a las cestas de recoger aceitunas o higos. Todo tipo de útiles metálicos se podían fabricar allí.
Había heredado el oficio de su padre, que a su vez lo había heredado del suyo. Este es un oficio casi tan antiguo como el hombre. Su origen se pierde en la noche de los tiempos, cuando los hombres descubrieron que determinadas rocas puestas al fuego se derretían como la cera y permitían su transformación en otros útiles más eficaces para la caza, que las de piedra que habían utilizado anteriormente. Se aprende y transmite de padres a hijos.
Nuestro herrero, era fuerte y robusto, alto y bien proporcionado. Cabeza poderosa, pero de facciones agradables; tenía abundante pelo negro, frente despejada, tez blanca, ojos oscuros, la sonrisa siempre en los labios y la mirada limpia, profunda, inspirando confianza y cercanía. Era humano y próximo a todos. Los brazos musculosos y fuertes, y sus manos grandes y dotadas de dedos capaces de sujetar firmemente las tenazas y golpear sin desmayo el duro metal con su martillo o con el mazo. Su voz era clara y firme, denotaba seguridad y determinación; era amable, comedido en sus apreciaciones y dicharachero cuando la ocasión lo requería. A todos recibía en su fragua, su conversación era amena y parecía saber de todo. Sus movimientos eran medidos, precisos y elegantes, tanto en el caminar como en el ritmo que imprimía al martillo. Era capaz de permanecer largas horas de pie machacando, sin por ello aparentar cansancio o lamentarse de su duro trabajo. Me parecía, indestructible. Para mi era un héroe.
No tenía miedo al fuego. Si bien, como medida de precaución para no quemar sus ropas, siempre llevaba un mandil de cuero, sobre el que se estrellaban las miles de chispas que en todas direcciones salía, a modo de protesta, del ardiente y blando metal cada vez que el herrero descargaba el martillo sobre él. Yo me apartaba cuando las chispas saltaban, no obstante, cuando alguna alcanzaba mi piel producía una especie de cosquilleo o picorcillo que nunca dejaba señal. Cada vez que me asustaba, el herrero esbozaba una leve sonrisa. Nos dejaba avivar el fuego con el ventilador manual, echar carbón al fogón o dar algún golpe al hierro fundido. Nunca se enfadaba. Nos reprendía o reñía cuando procedía, pero no nos gritaba.
Cuando sobre el hierro ardiente golpeaba, el sonido era más sordo; el calor había roto toda su resistencia y se sometía; pero a medida que el metal perdía calor el sonido se volvía más metálico y daba a entender que ganaba fuerza y ya no era tan fácil trabajar. Había que meterlo nuevamente al fuego para doblegarlo.
¡Cuánto me gustaban los sonidos de la fragua y como disfrutaba observando al herrero dar forma al metal!
Todavía, cuando dormido me trasporto en sueño a mi niñez, me parece estar oyendo el alegre canto del martillo chocando con el yunque. El recuerdo del herrero y su fragua permanecerán inalterablemente para siempre conmigo.
¿De dónde procedían estos últimos sonidos? No de muy lejos. El origen estaba cerca de donde mis abuelos vivían, eran de un lugar que para mi era mágico y ejercía una gran magnetismo sobre mi imaginación infantil.
Desayuné rápidamente y corriendo me dirigí al lugar de su procedencia, ya que me resultaba atrayente el sonido del metal golpeado y la cadencia con que se producía. Era la fragua.
Esta no tenía más de 40 metros cuadrados, pero estaba llena de objetos: hierros, martillos, fuego, carbón, sierras, etc. Pero, sobre todo, era mágica. Y quien estaba al frente de ella era un mago, capaz de dar forma al duro hierro y transformarlo en herramientas y otros útiles. Antes de entrar, en la calle, siempre se podían ver alguna reja de balcón ya acabada y lista para instalarse, un arado para ser reparado, una puerta recién pintada, chapas de distintos tamaños y grosores, y largas barras de hierro redondo, cuadrado y retorcido, unas eran huecas y otras macizas.
Estaba ubicada en un bajo y, a pesar de tener ventanas por tres de sus cuatro costados, siempre tenía la luz eléctrica encendida. El acceso era por una puerta doble de madera. No de doble hoja, no. Era una puerta partida en dos mitades. Casi todo el año permanecía abierta, pero en el tiempo frío, la de inferior se cerraba, permaneciendo la superior batida para permitir el paso de la luz y la ventilación.
A la izquierda y al fondo, estaba el fogón encendido y un hombre echaba carbón y luego le daba al soplador manual para avivar la llama. Dentro del fuego había una reja de un arado que parecía arder. Cerca del fogón, estaba el combustible que lo alimentaba, carbón de encina. Estaba en un rincón, en el suelo. A continuación había una rueda redonda de piedra metida como en medio cajón de madera, con agua y con un asa de hierro donde se apretaba con el pié a modo de pedal y daba vueltas, servía para afilar. Sobre ésta, sustentado por trozos de hierro redondo y huecos clavados en la pared, había largas tiras de hierro de distinto grosor y forma, las había macizas y huecas. Tambien había estanterías sobre las que descansaban botes con minio y pintura de distintos tamaños: verde y rojo sobre todo.
Más a la derecha un alto aparato con una gran rueda en su parte superior y otras más pequeñas unidas por un complejo engranaje a lo largo de lo que parecía un mástil; disponía de una manivela que, accionada manualmente, producía el movimiento de las distintas ruedas. Era un taladro para hacer los agujeros en el metal o madera, incluso en los más duros.
Y en el centro, allí lo que había era sobre un grueso tronco de encina un gran trozo de hierro duro y fuerte sobre el que el herrero descargaban el martillo (cuando tenía que simultanear el martillo y mazo, siempre, algún otro adulto le ayudaba) y moldeaba dúctil metal al rojo vivo. Era el yunque o bigornia. Era irrompible, liso y brillante, sin marca de los numerosos golpes que sobre el mismo descargaban, por un extremo acaba redondeado y estrecho, por el otro también se estrechaba, pero era más romo.
También en el centro había, sobre otro tronco de encina menos grueso, un gran trozo de metal grueso y circular. Era algo curvo en su parte superior y denotaba señales o cortes sobre el mismo. Era otro artilugio que servía para cortar el hierro caliente a base de dar golpes con un martillo o mazo sobre una especie de hacha gruesa y afilada.
También había una pila con agua, que servía para enfriar los metales una vez trabajados sobre ellos después de salir de del fogón. A su lado un montoncito de arena.
A la derecha, nada más entrar, había una mesa de gruesa madera con cajones llenos de tornillos de muy diferentes tamaños y usos, clavos, bisagras para puertas, picaportes, cerraduras, llaves, brocas para taladrar, pequeñas herramientas, cinta métrica, metro de carpintero para medir, pegamento, pinceles para pintar y otras cosas. También unida a ella estaba la morza o tornillo de banco al que se podían sujetar distintas piezas para ser lijadas, cortadas, taladradas, curvadas, enroscadas...
Encima de ella siempre había ejemplares de prensa. El diario “Ya”, periódico madrileño, ya desaparecido que dependía de la Iglesia Católica y que diariamente el cartero le llevaba. Otro, creo se editaba semanalmente, era el “Dígame” dedicado al mundo de los toros, El Viti, Paco Camino, Diego Puerta, Jaime Ostos, estaban de moda y acaparaban las tertulias de los hombres de la época. Aquí cogí la afición, no a los toros, ni al fútbol, a leer la prensa diariamente. Sobre la mesa y clavada en la pared existía un gran panel chapeado sobre el que colgaban un sin número de herramientas: sierras para metal y madera, destornilladores, alicates, tijeras para cortar metal, punzones, tenacillas, llave inglesa, llaves para apretar o desenroscar tornillos de distintas pulgadas, limas para metal y madera, escofinas, barrenos o taladros manuales, grifas, un aparato para hacer las roscas de los tornillos, esmeriladora de mano; regla, escuadra y cartabón metálico, así como otros cuya utilidad y nombre desconozco.
Por aquel espacio, de manera ordenada, había todo tipo de utensilios y herramientas propias del oficio: martillos varios y para distintos cometidos: moldear, machacar, punzón, cortar, mazos, cizalla, tenazas de diferentes tamaños y formas por el lugar por el que agarran.
También había herramientas para la labranza, desbrozar el monte, podar los árboles o útiles del hogar: rejas para arado romano, rejas para vertederas, segurillas, calabozos, podones, hachas, horcas, rastrillos, yugos de hierro para caballerías, escaleras metálicas para coger aceituna, azadones o sachos, palas y picos, cuchillos, trébedes, tenazas de cocina, piezas de noria, carruchas para sacar agua de los pozos, palancas y un largo etcétera, reparadas o en espera de serlo.
Al frente de todo ello estaba el herrero. El dueño y señor de la fragua. El mago que tenía tal dominio del fuego, que lo convertía en su aliado, permitiéndole transformar el duro hierro en plastilina y, con habilidad y a golpe de martillo, lo maleaba y le daba forma; lo aplastaba haciéndolo fino como el papel, puntiagudo, grueso por un extremo y redondo por otro, lo curvaba, le daba el ángulo que quería, unía unos trozos con otros, lo afilaba, lo cortaba, taladraba. Era capaz de hacer rejas para ventanas y balcones; barandillas y pasamanos, puertas y ventanas; arados y yugos; escaleras y ganchos para poner a las cestas de recoger aceitunas o higos. Todo tipo de útiles metálicos se podían fabricar allí.
Había heredado el oficio de su padre, que a su vez lo había heredado del suyo. Este es un oficio casi tan antiguo como el hombre. Su origen se pierde en la noche de los tiempos, cuando los hombres descubrieron que determinadas rocas puestas al fuego se derretían como la cera y permitían su transformación en otros útiles más eficaces para la caza, que las de piedra que habían utilizado anteriormente. Se aprende y transmite de padres a hijos.
Nuestro herrero, era fuerte y robusto, alto y bien proporcionado. Cabeza poderosa, pero de facciones agradables; tenía abundante pelo negro, frente despejada, tez blanca, ojos oscuros, la sonrisa siempre en los labios y la mirada limpia, profunda, inspirando confianza y cercanía. Era humano y próximo a todos. Los brazos musculosos y fuertes, y sus manos grandes y dotadas de dedos capaces de sujetar firmemente las tenazas y golpear sin desmayo el duro metal con su martillo o con el mazo. Su voz era clara y firme, denotaba seguridad y determinación; era amable, comedido en sus apreciaciones y dicharachero cuando la ocasión lo requería. A todos recibía en su fragua, su conversación era amena y parecía saber de todo. Sus movimientos eran medidos, precisos y elegantes, tanto en el caminar como en el ritmo que imprimía al martillo. Era capaz de permanecer largas horas de pie machacando, sin por ello aparentar cansancio o lamentarse de su duro trabajo. Me parecía, indestructible. Para mi era un héroe.
No tenía miedo al fuego. Si bien, como medida de precaución para no quemar sus ropas, siempre llevaba un mandil de cuero, sobre el que se estrellaban las miles de chispas que en todas direcciones salía, a modo de protesta, del ardiente y blando metal cada vez que el herrero descargaba el martillo sobre él. Yo me apartaba cuando las chispas saltaban, no obstante, cuando alguna alcanzaba mi piel producía una especie de cosquilleo o picorcillo que nunca dejaba señal. Cada vez que me asustaba, el herrero esbozaba una leve sonrisa. Nos dejaba avivar el fuego con el ventilador manual, echar carbón al fogón o dar algún golpe al hierro fundido. Nunca se enfadaba. Nos reprendía o reñía cuando procedía, pero no nos gritaba.
Cuando sobre el hierro ardiente golpeaba, el sonido era más sordo; el calor había roto toda su resistencia y se sometía; pero a medida que el metal perdía calor el sonido se volvía más metálico y daba a entender que ganaba fuerza y ya no era tan fácil trabajar. Había que meterlo nuevamente al fuego para doblegarlo.
¡Cuánto me gustaban los sonidos de la fragua y como disfrutaba observando al herrero dar forma al metal!
Todavía, cuando dormido me trasporto en sueño a mi niñez, me parece estar oyendo el alegre canto del martillo chocando con el yunque. El recuerdo del herrero y su fragua permanecerán inalterablemente para siempre conmigo.
¡Hola de nuevo Juan Antonio! Lo he leído todo, he saboreado una gran visita a la herrería gracias a ese gran talento y excelso conocimiento que posees sobre este y otros temas. Es un lujo para nuestro foro contar con tu participación y poder aprender de tu generosidad en toda cultura que compartes. Ay, amigo… que envidia más sana das. Si todos supiésemos narrar con esa riqueza de datos este foro nuestro sería el más visitado de toda nuestra patria.
Mi afectuoso saludo.
Mi afectuoso saludo.
De nuevo, estoy de acuerdo con tus apreciaciones (respecto a las participaciones de Juan Antonio) amigo Pedro
Ya te conté lo que me había gustado tu "segunda patria", Tu Navarra es muy bonita y las carreteras son una pasada de buenas. Ojalá tuvieramos el acceso a nuestro pueblo algo parecido a las carreteras navarras!
Saludos
Ya te conté lo que me había gustado tu "segunda patria", Tu Navarra es muy bonita y las carreteras son una pasada de buenas. Ojalá tuvieramos el acceso a nuestro pueblo algo parecido a las carreteras navarras!
Saludos