y V LA CASA
El tejado, a dos aguas, casi siempre, era de teja curva, sustentada sobre un entramado de tablas de madera y ramas de jara o escobas que a su vez descansaba sobre unas vigas o pendolones delgados, que se apoyaban sobre la gruesa viga de castaño que formaban la cumbrera y otras que en sentido descendente se trababan a lo largo de la pared del hastial. La inclinación, de aproximadamente 45º, permitía evacuar sin problemas, las aguas pluviales hacia el canalón metálico suspendido al final del tejado y a un nivel inferior al del sobresaliente alero de la cubierta. El canalón, algo inclinado hacia los extremos, mediante unas bajantes en forma de tubo que no llegaban al suelo, lanzaba el agua lejos de la pared del inmueble. La cubierta disponía de tragaluces o lucernarios que durante el día iluminaban el interior del sobrao y de la misma sobresalía la gran chimenea que tenía unos agujeros laterales para permitir del humo de la combustión de la leña en el hogar, sobresalía por encima de la cumbrera y en su parte superior tenía una pesada laja de pizarra que impedía la entrada del agua de la lluvia y la nieve.
Cada vez que me acuerdo de cómo eran estas casas, mi mente imagina el trabajo extenuante de los moradores, sobre todo, de nuestras abuelas y madres. Acarear el agua, para beber y asearse desde la fuente cercana, subirla a una segunda planta, subir los comestibles, la leña para el fuego, el cisco para calentarse, bajar las patatas cocidas a los cerdos, subir y bajar con los más chiquitines a cuestas, fregar arrodilladas las escaleras y pisos de madera, etc. ¿Cuántas veces se subirían y bajarían al cabo del día? ¿Cuántas piernas romperían aquellas empinadas escaleras?
No hace falta decir se carecía de agua corriente y de desagües para las negras, lo más un albañal para evacuar el agua sucia del fregadero directamente a la calle. Tampoco existía cuarto de baño o similar, las necesidades fisiológicas, o se hacía en la cuadra o en el orinal; si eran en este último, en tiempos más antiguos, se largaban por el balcón al grito “de agua va”; lo mismo se hacía con el agua del aseo diario. Toda el agua se acarreaba en aguaderas, carretillos o llevándola personalmente en los recipientes de barro o latón a la cabeza, regazo o manos, se acumulaba en la gran tinaja de la despensa o en los cántaros del cantero en el bajo del vasar. El lavado de ropa de vestir o de cama, pocas veces se podía hacer en la casa, si acaso la más menuda; el resto se lavaba en el Molino, La Fontanitas, en el regato de los Mártires cuando fluía o a cualquier otra corriente de agua más perenne, a donde tenían que dirigirse con las prendas a lavar dentro del un barreño de zinc puesto en la cabeza y la tajuela en el regazo. El lavadero era de piedra en las zonas preparadas al efecto o sobre una gran lancha en los arroyos, no importaba si era verano o invierno, si hacía frío o calor, había que lavar la ropa sucia.
¿Qué trabajo, Dios mío? Y ahora nos quejamos.
El tejado, a dos aguas, casi siempre, era de teja curva, sustentada sobre un entramado de tablas de madera y ramas de jara o escobas que a su vez descansaba sobre unas vigas o pendolones delgados, que se apoyaban sobre la gruesa viga de castaño que formaban la cumbrera y otras que en sentido descendente se trababan a lo largo de la pared del hastial. La inclinación, de aproximadamente 45º, permitía evacuar sin problemas, las aguas pluviales hacia el canalón metálico suspendido al final del tejado y a un nivel inferior al del sobresaliente alero de la cubierta. El canalón, algo inclinado hacia los extremos, mediante unas bajantes en forma de tubo que no llegaban al suelo, lanzaba el agua lejos de la pared del inmueble. La cubierta disponía de tragaluces o lucernarios que durante el día iluminaban el interior del sobrao y de la misma sobresalía la gran chimenea que tenía unos agujeros laterales para permitir del humo de la combustión de la leña en el hogar, sobresalía por encima de la cumbrera y en su parte superior tenía una pesada laja de pizarra que impedía la entrada del agua de la lluvia y la nieve.
Cada vez que me acuerdo de cómo eran estas casas, mi mente imagina el trabajo extenuante de los moradores, sobre todo, de nuestras abuelas y madres. Acarear el agua, para beber y asearse desde la fuente cercana, subirla a una segunda planta, subir los comestibles, la leña para el fuego, el cisco para calentarse, bajar las patatas cocidas a los cerdos, subir y bajar con los más chiquitines a cuestas, fregar arrodilladas las escaleras y pisos de madera, etc. ¿Cuántas veces se subirían y bajarían al cabo del día? ¿Cuántas piernas romperían aquellas empinadas escaleras?
No hace falta decir se carecía de agua corriente y de desagües para las negras, lo más un albañal para evacuar el agua sucia del fregadero directamente a la calle. Tampoco existía cuarto de baño o similar, las necesidades fisiológicas, o se hacía en la cuadra o en el orinal; si eran en este último, en tiempos más antiguos, se largaban por el balcón al grito “de agua va”; lo mismo se hacía con el agua del aseo diario. Toda el agua se acarreaba en aguaderas, carretillos o llevándola personalmente en los recipientes de barro o latón a la cabeza, regazo o manos, se acumulaba en la gran tinaja de la despensa o en los cántaros del cantero en el bajo del vasar. El lavado de ropa de vestir o de cama, pocas veces se podía hacer en la casa, si acaso la más menuda; el resto se lavaba en el Molino, La Fontanitas, en el regato de los Mártires cuando fluía o a cualquier otra corriente de agua más perenne, a donde tenían que dirigirse con las prendas a lavar dentro del un barreño de zinc puesto en la cabeza y la tajuela en el regazo. El lavadero era de piedra en las zonas preparadas al efecto o sobre una gran lancha en los arroyos, no importaba si era verano o invierno, si hacía frío o calor, había que lavar la ropa sucia.
¿Qué trabajo, Dios mío? Y ahora nos quejamos.