Pues sí, AG. El abuelo, a pesar de los años transcurridos desde su estancia en USA, todavía recordaba un buen número de palabras inglesas, especialmente las relacionadas con el mundo laboral que le tocó vivir, siendo capaz de entablar una conversación, circunstancia que pude comprobar en diversas ocasiones en casa hablando con mí hermana y con una amiga inglesa de ésta. Este fue uno de los recuerdos que se trajo de sus años de emigración.
Al menos, en dos ocasiones salió de España con destino a América. En su caso, no se el motivo de ir al norte del continente, en lugar de al sur, a donde años antes habían emigrado cuatro de sus hermanos (dos mujeres y dos hombres), que se asentaron en las orillas del río de La Plata.
Sea como fuere, a través del puerto de Vigo, salió de España en los primeros años del siglo XIX, su destino la Perla de las Antilla, donde había trabajo para todo el que tuviera necesidad, ganas de trabajar y fortaleza física para soportar el duro trabajo de la zafra del azúcar, a lo que debía añadirse el clima malsano y tan nefasto para la salud de los españoles peninsulares que, como todo el mundo conoce, fue nefasto, décadas anteriores, para los centenares de miles de soldados del ejército colonial en la Gran Antilla, donde las bajas por la malaria, disentería y otras enfermedades tropicales diezmaban las tropas de combate en su lucha contra los mambises que peleaban, con el apoyo americano, por la independencia de Cuba.
Allí trabajó como un guajiro más, pero acabada la corta de la caña, decidió, en compañía de otros compañeros de fatigas de Lagunilla, emigrar a Norte América. Embarcó en el puerto de La Habana con destino a la ciudad de Tampa, en la península de La Florida (que había sido española hasta las primeras décadas de 1.800) y, desde esta ciudad, por ferrocarril dirigirse al norte, en concreto hasta Pittsburg (Pensilvania) donde trabajó en una siderúrgica.
Nos contaba como era su trabajo allí. Como se fundía el metal y se fabricaba el acero. Las altas temperaturas que se soportaban, las horas que había que hacer, como se desarrollaba la jornada laboral, lo peligroso que era su trabajo, cuanto le pagaban, le pagaban semanalmente, lo fácil que era encontrar trabajo y lo sencillo que te pusieran en la calle, etc. Allí conoció cosas que en España solamente tenían unos pocos privilegiados y en Lagunilla eran desconocidas, y todavía tardarían décadas en llegar.
Recordaba que vivía en un apartamento preparado para gente con poca familia, donde tenía su habitación con todos los servicios, agua, retrete, baño, etc. Compartía la cocina con otras personas, en la que para cocinar o para tener agua caliente, había que meter unos centavos en un aparto que controlaba el suministro de gas ciudad para el quemador que daba el calor para cocinar, calefacción o calentar agua. Había teléfono, aparatos para refrigerar y conservar alimentos, receptor de radio, tranvías para el transporte público, camionetas y coches ya invadías las rúas, alumbrado público, calles asfaltadas, aceras en estas, guardias que regulaban el tráfico, teatros, cabarets, tiendas y comercios en abundancia, restaurantes y bares en los que se podía comer un buen bistc o beber una gran cerveza por poco dinero, etc.
Escuchar la radio, noticias, toros y otros eventos, era algo que le apasionaba y su ilusión era poder tener un receptor de radio. Con el tiempo, en la década de los 50, consiguió tener uno propio en Lagunilla. En la radio, cuando daban noticias sobre Estados Unidos estaba atento a lo que decían, y sobre Cuba y Fidel, lo mismo, y siempre salía a relucir sus conocimientos y experiencia en esos paises.
Recuerdo que, al menos, en dos ocasiones cruzó el Atlántico y, en ambas, hizo escala en Cuba durante el periodo de la zafra, para a continuación volver a Estados Unidos. Las causas de la salida de la patria, fueron eludir las miserias que en nuestro país se padecían por la mayoría de la población, los abusos de las clases dominantes, el matadero que eran las guerras de Marruecos donde el país se desangraba, la corrupción y, en definitiva, poder tener un futuro mejor.
Lo ganado en América lo invirtió en su pueblo, compro fincas, casa y ganado. Tuvo contratiempos que lo dejaron casi en la ruina y emigró de nuevo. Cuando pudo volvió y se rehizo. El pueblo le tiraba, más que nada por haber conocido a una jovencita con la que quería compartir su vida formando una familia. Ella era Valentina y, con el tiempo, fue la madre de mi madre y, por lo tanto, mi abuela.
El abuelo quiso regresar a Estados Unidos, pero no solo. Quería que Valentina lo acompañara y formar un hogar en un lugar de más oportunidades que España. Pero a mi abuela era más apegada al pueblo, a su familia y mas “caserina”, le daba miedo marchar lejos y, por ello, hoy podemos estar aquí sus descendientes.
En una de aquellas estancias en Estados Unidos, 1917, surgió que este país declaró la guerra a Alemania y sus aliados en la Primera Gran Guerra Mundial, circunstancia que provocó la movilización de millones de personas en todo el mundo para acudir a los mataderos en que se convirtieron los distintos frentes de batalla en Europa y Asia. A mi abuelo, así como a otros ciudadanos extranjeros, el gobierno americano también los movilizó y pretendió enviar a los campos de batalla; pero, como no estaba de acuerdo con aquello, preparó un plan de fuga del país. En primer lugar recurrió al Cónsul de España en la ciudad de los rascacielos, pero como sucede tantas veces con los representantes del gobierno español por el mundo, éste miró para otro lado y no quiso saber nada de este compatriota y otros que estaban en similares circunstancias.
La casualidad, la decisión, el ingenio y los ahorros que el abuelo tenía, posibilitó que, dado que por aquellos días un barco español estaba atracado en los muelles del puerto de Nueva York, se pusiera en contacto con el capitán del mismo y, como “polizón” consentido mediante un generoso pago del pasaje pudo salir de América y, semanas más tardes, desembarcar en Santander. En esta aventura, según nos contaba en más de una ocasión, le acompañaron otros dos gunilleros a los que el abuelo les pagó el “pasaje”.
Cádiz, Vigo y Santander, fueron ciudades por las que salió y/o regresó de sus viajes trasatlánticos y de las tres ciudades guardaba gratos recuerdos de su breve estancia en ellas.
Al menos, en dos ocasiones salió de España con destino a América. En su caso, no se el motivo de ir al norte del continente, en lugar de al sur, a donde años antes habían emigrado cuatro de sus hermanos (dos mujeres y dos hombres), que se asentaron en las orillas del río de La Plata.
Sea como fuere, a través del puerto de Vigo, salió de España en los primeros años del siglo XIX, su destino la Perla de las Antilla, donde había trabajo para todo el que tuviera necesidad, ganas de trabajar y fortaleza física para soportar el duro trabajo de la zafra del azúcar, a lo que debía añadirse el clima malsano y tan nefasto para la salud de los españoles peninsulares que, como todo el mundo conoce, fue nefasto, décadas anteriores, para los centenares de miles de soldados del ejército colonial en la Gran Antilla, donde las bajas por la malaria, disentería y otras enfermedades tropicales diezmaban las tropas de combate en su lucha contra los mambises que peleaban, con el apoyo americano, por la independencia de Cuba.
Allí trabajó como un guajiro más, pero acabada la corta de la caña, decidió, en compañía de otros compañeros de fatigas de Lagunilla, emigrar a Norte América. Embarcó en el puerto de La Habana con destino a la ciudad de Tampa, en la península de La Florida (que había sido española hasta las primeras décadas de 1.800) y, desde esta ciudad, por ferrocarril dirigirse al norte, en concreto hasta Pittsburg (Pensilvania) donde trabajó en una siderúrgica.
Nos contaba como era su trabajo allí. Como se fundía el metal y se fabricaba el acero. Las altas temperaturas que se soportaban, las horas que había que hacer, como se desarrollaba la jornada laboral, lo peligroso que era su trabajo, cuanto le pagaban, le pagaban semanalmente, lo fácil que era encontrar trabajo y lo sencillo que te pusieran en la calle, etc. Allí conoció cosas que en España solamente tenían unos pocos privilegiados y en Lagunilla eran desconocidas, y todavía tardarían décadas en llegar.
Recordaba que vivía en un apartamento preparado para gente con poca familia, donde tenía su habitación con todos los servicios, agua, retrete, baño, etc. Compartía la cocina con otras personas, en la que para cocinar o para tener agua caliente, había que meter unos centavos en un aparto que controlaba el suministro de gas ciudad para el quemador que daba el calor para cocinar, calefacción o calentar agua. Había teléfono, aparatos para refrigerar y conservar alimentos, receptor de radio, tranvías para el transporte público, camionetas y coches ya invadías las rúas, alumbrado público, calles asfaltadas, aceras en estas, guardias que regulaban el tráfico, teatros, cabarets, tiendas y comercios en abundancia, restaurantes y bares en los que se podía comer un buen bistc o beber una gran cerveza por poco dinero, etc.
Escuchar la radio, noticias, toros y otros eventos, era algo que le apasionaba y su ilusión era poder tener un receptor de radio. Con el tiempo, en la década de los 50, consiguió tener uno propio en Lagunilla. En la radio, cuando daban noticias sobre Estados Unidos estaba atento a lo que decían, y sobre Cuba y Fidel, lo mismo, y siempre salía a relucir sus conocimientos y experiencia en esos paises.
Recuerdo que, al menos, en dos ocasiones cruzó el Atlántico y, en ambas, hizo escala en Cuba durante el periodo de la zafra, para a continuación volver a Estados Unidos. Las causas de la salida de la patria, fueron eludir las miserias que en nuestro país se padecían por la mayoría de la población, los abusos de las clases dominantes, el matadero que eran las guerras de Marruecos donde el país se desangraba, la corrupción y, en definitiva, poder tener un futuro mejor.
Lo ganado en América lo invirtió en su pueblo, compro fincas, casa y ganado. Tuvo contratiempos que lo dejaron casi en la ruina y emigró de nuevo. Cuando pudo volvió y se rehizo. El pueblo le tiraba, más que nada por haber conocido a una jovencita con la que quería compartir su vida formando una familia. Ella era Valentina y, con el tiempo, fue la madre de mi madre y, por lo tanto, mi abuela.
El abuelo quiso regresar a Estados Unidos, pero no solo. Quería que Valentina lo acompañara y formar un hogar en un lugar de más oportunidades que España. Pero a mi abuela era más apegada al pueblo, a su familia y mas “caserina”, le daba miedo marchar lejos y, por ello, hoy podemos estar aquí sus descendientes.
En una de aquellas estancias en Estados Unidos, 1917, surgió que este país declaró la guerra a Alemania y sus aliados en la Primera Gran Guerra Mundial, circunstancia que provocó la movilización de millones de personas en todo el mundo para acudir a los mataderos en que se convirtieron los distintos frentes de batalla en Europa y Asia. A mi abuelo, así como a otros ciudadanos extranjeros, el gobierno americano también los movilizó y pretendió enviar a los campos de batalla; pero, como no estaba de acuerdo con aquello, preparó un plan de fuga del país. En primer lugar recurrió al Cónsul de España en la ciudad de los rascacielos, pero como sucede tantas veces con los representantes del gobierno español por el mundo, éste miró para otro lado y no quiso saber nada de este compatriota y otros que estaban en similares circunstancias.
La casualidad, la decisión, el ingenio y los ahorros que el abuelo tenía, posibilitó que, dado que por aquellos días un barco español estaba atracado en los muelles del puerto de Nueva York, se pusiera en contacto con el capitán del mismo y, como “polizón” consentido mediante un generoso pago del pasaje pudo salir de América y, semanas más tardes, desembarcar en Santander. En esta aventura, según nos contaba en más de una ocasión, le acompañaron otros dos gunilleros a los que el abuelo les pagó el “pasaje”.
Cádiz, Vigo y Santander, fueron ciudades por las que salió y/o regresó de sus viajes trasatlánticos y de las tres ciudades guardaba gratos recuerdos de su breve estancia en ellas.