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LAGUNILLA: Este hombre debió de ser muy activo. Mi padre también...

En Salamanca no paraba en casa. Le gustaba salir, recorrer las rúas, hablar con la gente, enterarse de todo lo que en la calle se cocía, entablar conversación con conocidos o cualquiera que fuera sociable. Madrugaba lo justo, pero inmediatamente, después de afeitarse con la maquinilla eléctrica, asearse y desayunar, salía a la calle y se iba al Mercado Central, previo paso por la plaza que denominaba de la “verdura” –por venderse en ella productos del campo del alfoz de la capital charra- junto a la calle San Justo, memorizando todos los precios de frutas, verduras, pescado y carne, para durante la comida explicarnos lo que había visto y como estaba la vida de cara. Siempre, antes de regresar, se había dado la consabida vuelta por la Plaza Mayor. Llegaba y nos contaba, sin perder un detalle, no solamente lo anterior, también con las personas que había hablado, de dónde eran y sus temas de conversación, lo que opinaban unos y otros. En estos paseos, siempre veía a alguien del pueblo o había ido por alguno de los establecimientos que regentaban alguno de sus paisanos: el bar de Domingo en el Paso de Canalejas o el de Miguel en Comuneros, eran sitios frecuentados. Veía a sus sobrinas Puri y Florentina con cierta frecuencia; también a Aurora o a Ramón, a su hermana Isabel; a Manolo y Ene o a Cele, hermano de ésta. Había ido a la sastrería de los hijos de tío Raimundo; coincidió con alguno de los hermanos que llevaban el bar de tío “Vitor” en el pueblo, con Petra la de Chiqui, o a Rafaela, o con Pedro Lagarto o cualquier otro de aquellos taxistas con furgoneta que pudiera haber llegado con gente al médico o al hospital; si se enteraba de que alguien conocido estaba ingresado, lo iba a visitar. Todo esto, le daba oportunidad de seguir los acontecimientos que se producían en Lagunilla durante su ausencia, estar en contacto con quienes apreciaba y, como no, poder mandar “recaos” a sus familiares y conocidos en su pueblo.
En casa usaba gorra para cubrir su cabeza desnuda. Cuando salía a la calle, lo hacía tocado con su sombrero negro –tan común por entonces en la gente de los pueblos serranos-, con chaqueta, bajo la que llevaba chaleco negro y camisa blanca, en primavera; en invierno se ponía la pelliza u otra prenda de abrigo. Caminaba con pasos largos y firmes, con los brazos en movimientos acompasados a su caminar rápido y sin pausa, a pesar de hacerlo ya encorvado por los largos años de duro trabajo y la edad. Parecía que su energía no se agotaba.
A buena marcha, se recorría toda Salamanca y, como digo, por todo se interesaba, poniendo punto en aquello que despertaba su curiosidad. Nunca se desorientó, extravío o llegó tarde. No necesitaba que saliéramos con él.
Si era lunes, marchaba hasta el teso de la feria -donde ahora se ubica el Parador de Turismo- a ver el ambiente ferial que, por entonces, allí se montaba esos días. Acudían ganaderos, tratantes y curiosos con ganados de toda clase: vacas y terneros, caballos y asnos, ovejas y cerdos, gallinas y pavos, etc. Observaba los tratos que se hacían, el compromiso de lo acordado se sellaba con un apretón de manos. Veía como los gitanos intentaban colocarle a alguien alguna caballería con años, como si de una más joven se tratara. El mercado semanal, no se lo perdía. Y si se trataba de la feria de septiembre, más abundante en ganados y negocio, allí estaba. Cuando regresaba, su cabeza contenía el listado con los precios de la lonja, dando cuenta de que precio se habían vendido los corderos, cabritos, tostones, toros, mulos, vacas, gallinas, etc., también de los kilogramos que alcanzaban algunos animales que habían llamado su atención por su espectacularidad. Todo nos lo detallaba.
Por las tardes iba al hogar de San Rafael, donde participaba en alguna partida de cartas, observaba las jugadas de los jugadores o se tomaba un café, veía el periódico y conversaba.
Los días que, por circunstancias del clima no se atrevía a salir –cosa rara- o salía menos rato, se entretenía leyendo “el papel”, como llamaba a El Adelanto o La Gaceta que no faltaban en casa, veía la televisión –que no le gustaba mucho, salvo si transmitían alguna corrida de toros-, escuchaba las noticias en la tele y, si alguno de sus nietos estábamos en casa, sacaba la baraja y jugábamos a la brisca, al tute, al cinquillo o las siete y media. No nos jugábamos perras, pero el prurito de ganar hacía que las partidas se hicieran interesantes y muy disputadas. Los domingos acudía a misa con mis padres, después un paseo y algún mosto o vermout con su correspondiente tapa.
Transcurrido el periodo pactado con sus hijos, nos dejaba y regresaba a Lagunilla. Sin duda, aunque no volviera a la que fue su casa, donde mejor se encontraba era en su pueblo. Allí tenía dos hijas y un hijo, por lo que pasaba la mayor parte del año en el y donde más disfrutaba. Allí era donde más nietos residían; también hermanos, cuñados y sobrinos. Estaban sus amigos y conocidos de toda la vida. A todo el mundo conocía y todos le conocían a él. Estaba el campo, que aunque él ya no trabajaba y tampoco iba a las fincas, sus hijos le comentaban como estaba el ganado, la siega del heno, los huertos, el riego de los prados, si la aceituna venía bien o cualquier cuestión que con ese amplio mundo se suscitara en cada momento.
Mi abuelo fue un hombre alegre y bien dispuesto. Se ponía serio cuando había que hacerlo, especialmente cuando nuestra rebeldía infantil no acataba los requerimientos de nuestros mayores, pero la expresión general de su rostro era de serenidad, se podía decir que caminaba por la vida con la tranquilidad de quien tiene los deberes bien hechos.

Este hombre debió de ser muy activo. Mi padre también llevaba ese porte de vestir y de andar con cierta gallardía; eso sí... su carácter (en la calle) algo socarrón. Claro que, jugando a las cartas en familia (sin apostar nada) se pillaba unos "cabreos de muy señor mio". En casa se mostraba serio pero desenfadao. Convivir con una decena de hijos invita a ser algo reservado hasta que, por motivos ineludibles, se veía obligado a poner paz.

En Navarra lo conocían por "el hombre del sombrero". Es que por aquí no había esa costumbre y, si acaso, se cubrían con lo que conocemos por boina; por cierto... un corte de boina más amplio que el acostumbrado en el resto nacional, identificada como "chapela o txapela".